18

Aquella semana las tropas de Asalto habían emplazado dos ametralladoras en el matacán de las Torres de Serranos. Los pocos transeúntes que cruzaban la plaza lo hacían apresuradamente, acompañados de un guardia. Marta tuvo más suerte. Un sargento de sólidas espaldas y rostro atezado, adornado con un inquietante bigotito a lo John Gilbert, se ofreció el primer día a acompañarla a ella y a su hermano.

Los encuentros se repitieron, y como el sargento conocía la hora exacta en que Tito salía de la escuela, acudía puntual. Aunque fuera su día franco.

Tito prometió no decir nada en casa. «A Mamá, ni una palabra», le había advertido su hermana. Terminó acostumbrándose a la presencia del sargento, que se llamaba Diéster y le daba caramelos de miel envueltos en un papel blanco, encerado, que tenía pintada en azul una abeja gorda y reumática.

El último día de clase, antes de las vacaciones de Navidad, Tito hizo novillos con su compañero de banco, Donato. En vista de que el maestro no llegaba, echaron a andar por unas callejas malolientes. Donato parecía conocer a todo el mundo. Un viejo vendedor de cacahuetes les llenó los bolsillos. «Es mi abuelo», explicó con orgullo. Siguieron callejeando. Donato entraba en las foscas tabernas, saludaba a los clientes, presentaba al amigo y salía después de haber cogido un puñado de altramuces del lebrillo del mostrador. Masticaba con entusiasmo, escupiendo las cáscaras donde les venía, saludando a los conocidos o riéndose de la vieja loca que habla sola y calza botas de fútbol.

Al llegar a una calleja oscura Donato hizo señas al amigo de que le siguiera por una escalera muy empinada que olía a orines. En el primer rellano, Donato empujó una puerta pintada de marrón y entró seguido del compañero. El pequeño recibidor tenía las paredes llenas de revoques y las baldosas estaban sueltas o partidas. Media docena de sillas viejas de madera y un arca con sucios cojines, debajo de un espejo sin azogue, formaban todo el mobiliario.

Donato avanzó por un estrecho pasillo en forma de túnel con la familiaridad de quien anda por su propia casa. Se paró delante de una puerta muy alta de doble batiente.

—¿Quieres ver a la Puri? —preguntó a Tito riéndose.

—Bueno.

Lo empujó hacia la puerta.

—Anda, echa el ojo.

Tito aplicó un ojo al agujero de la cerradura y vio a una jovencita de pie bajo una bombilla encendida colgada al extremo de un largo cable. La joven, casi una niña, estaba de espaldas a él y llevaba por toda indumentaria unas medias negras de seda sujetas con anchas ligas color escarlata. A sus pies, de rodillas, un viejo de reluciente calva trataba de meter la cabeza entre los muslos de ella.

—¿Qué les pasa? —preguntó sin dejar de mirar.

Donato se reía truhán, enseñando sus dientes de pala con fragmentos de la última rumia de altramuces.

—¿Qué les va a pasar, chalao? Que lo hacen.

Tito siguió mirando hasta que el otro se cansó de esperar.

—Venga, vámonos.

Pero Tito no se movía de su sitio.

—Te gusta el cine, ¿eh? —rió Donato.

La jovencita había tomado la cabeza del viejo y la apretaba con fuerza sobre su vientre. Al mismo tiempo flexionaba las rodillas y separaba los muslos. De pronto echó a correr hacia la cama que se veía al fondo y se tumbó en ella riendo. El viejo, mientras, gateaba hacia ella. Tito se horrorizó al descubrir que el viejo tenía la pierna izquierda cortada a la altura de la ingle.

Aprovechando la inercia del empujón de Donato, Tito corrió con él hacia el recibidor. Por un instante las losetas bailotearon bajo sus pies. Minutos después estaban de nuevo en la calle.

—¿Quiénes son? —preguntó a su amigo tras haber vencido el ahogo de la carrera.

Donato tiró la cartera hacia lo alto y la cazó al vuelo.

—¿Te vienes a mi casa? Si quieres te enseño mi caballo.

—Bueno.

Poco después subían por una oscura escalera de caracol con el pasamanos costroso de mugre. Donato cogió una llave enorme del repecho de un ventano encristalado y abrió una puertecita recién barnizada. En seguida corrió en dirección al sitio donde se oía una voz chillona de mujer.

Volvió al instante.

—Es mi madre —dijo—. Está baldada, ¿sabes?

En la pequeña galería exterior donde le hizo pasar le enseñó un pedazo de viga de hierro que sobresalía de la pared poco menos de un metro. La viga estaba forrada con pedazos de arpillera atados con cordel. Colgaban de ella dos estribos de hierro colado sujetos con correas agrietadas.

—Te presento a mi caballo —dijo Donato con orgullo—. Se llama don Baltasar.

—¿Igual que el maestro?

—Igualito. Cuando le monto, le doy hasta que me canso.

Donato hizo demostraciones de doma, salto y carrera. Tiroteó a un enemigo invisible. Luego invitó a montar a su compañero.

—Es manso, ¿sabes? Pero se espanta cuando no conoce —le advirtió.

—Eso no es un caballo —protestó Tito defraudado.

Se volvió al oír pisadas en la cocina. Una jovencita de generosos senos le miro un instante. Luego tomó un cacharro y lo llenó de agua del cántaro que había arrimado a la pared. En seguida desapareció en la penumbra de la casa.

—Hay una chica ahí —dijo a Donato.

—Es mi hermana. Ahora se mete en su cuarto y se lava el culo.

Donato se encogió de hombros.

—Siempre lo hace.

El entusiasmo de los dos se había apagado.

—Quiero irme —dijo Tito—. Pero no sé el camino.

—Te acompaño.

Anduvieron un rato por las calles hablando de lo que se terciaba. Pero Tito no podía quitarse de la cabeza el recuerdo del amputado y de la jovencita de las medias negras. Preguntó a Donato:

—¿Quien es ese señor de la pierna cortada?

—Senén, el relojero. Se cayó de un tranvía en marcha y ¡zas!, las ruedas le cortaron la pata de un tajo.

Explicó que casi todos los días, cuando cerraba el establecimiento, Senén se estaba un rato de broma con la Puri.

—¿Es guapa esa Puri? Porque yo no le he visto la cara. Sólo lo otro. Donato soltó una risotada.

—Pero si acabas de verla en mi casa, chalao. ¡Qué chalao eres! La Puri es mi hermana. ¡La que se lava!

Tito llegó a su casa pasadas las cuatro de la tarde. Lo buscaban todos los guardias de Asalto del barrio con el sargento a la cabeza.

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