2

A veces la vida de una persona se complica en unos pocos segundos. Como si fueran francotiradores puestos de acuerdo, unos poderes ocultos empiezan a disparar de pronto, todos a un tiempo, tribulaciones y problemas. Entonces el desaliento impide una acción coherente de defensa, ya que bloquea la lucidez capaz de tomar iniciativas validas. Esto era lo que le había ocurrido a Alejandro Acosta tres días antes.

Había asistido a la presentación de un libro en Barcelona, donde residía, y después de un largo paseo se había acercado en taxi al Sindicato al que pertenecía. Encontró lo que se temía. Un par de viejos cargados de razón. Llenos de ira aldeana. Los viejos recordaban los tiempos de guerra y exilio. Uno de ellos, el mayor, pontificaba en defensa del credo anarquista, que tenía que ser tan inmutable como las Tablas de la Ley, Acompañaba sus palabras con ruidosos golpes sobre el tablero de una vieja mesa de despacho comprada en los Encantes. Se llamaba Bruno Sendra y adornaba su cara color de hígado con una barbita entrecana de impecable corte bolchevique. El otro, bajo y rechoncho, Andrés, se limitaba a asentir, sentado en una silla plegable ante la mesa. Al extremo opuesto del cuartucho, una jovencita de cara redonda y ojos expresivos, ligeramente saltones, escuchaba con atención. La muchacha llevaba un jersey grueso de cuello alto y unos téjanos limpios con los bajos cuidadosamente deshilachados. El cardado de su pelo, de un rubio dorado, ponía en torno a su cabeza una especie de halo de imagen religiosa.

Alejandro cambió impresiones con los viejos y, en vista de que el pleno anunciado se había aplazado por segunda vez por falta de asistencia, abandonó el local. Se sentía desanimado.

Caminó Ramblas arriba. De vez en cuando se detenía ante un quiosco de prensa, echaba una ojeada a las novedades editoriales y en una especie de reflejo buscaba alguna de sus obras entre el abigarrado colorido de las cubiertas. Luego seguía, mezclado entre ociosos y viandantes, embutidos en anoraks, chaquetones y otras prendas de abrigo. En el Pla de l'Os vio un guardia muy joven con casco y metralleta. El guardia tenía puesto el dedo en el gatillo y miraba a su alrededor desconfiadamente. Otros dos, apostados en las esquinas, vigilaban los movimientos de los transeúntes.

En Canaletas el despliegue policial era espectacular. Alejandro distinguió a lo lejos un autobús de línea cruzado en mitad de la calle Pelayo. De la parte posterior del vehículo brotaba una negra columna de humo que oscurecía el alumbrado. La gente se agolpaba en las aceras, miraba el espectáculo o corría sin saber exactamente hacia dónde. Otros, más cautos, observaban desde las amplias acera de la Plaza de Cataluña, atentos al menor movimiento de los guardias para ponerse a salvo. En la tibieza todavía otoñal de la noche barcelonesa flotaba un silencio contenido semejante al de la estampida antes de producirse.

Alejandro paró un taxi y dio la dirección de su casa al conductor. Cruzó las calles del Ensanche, cuyas aceras aparecían materialmente llenas de basura metida en oscuros cubos y grandes sacos de plástico, y siguió por el Cinturón de Ronda hasta llegar a General Mitre. A partir de allí, y a medida que el vehículo se internaba en dirección al Tibidabo, los edificios se aislaban unos de otros y disponían de espacios verdes a su alrededor. La zona residencial aislaba a los ciudadanos privilegiados de los que trabajaban en talleres y fábricas, hombres y mujeres anónimos de quienes, en cierto modo, se sentían protegidos.

Al llegar frente al portal de su apartamento, y tras haber despedido el taxi, vio salir de las sombras una mujer. Reconoció a su hija Beatriz por el abrigo de piel de ocelote que llevaba echado sobre los hombros.

—Tu fiel portero —dijo ésta ofreciendo una mejilla al beso de su padre— no me ha dejado subir. Me ha dicho que lo siente, peto que tiene órdenes de no hacer excepciones con nadie. ¿Temes algún atentado?

—Nunca se sabe.

Beatriz tenía los ojos inquietos y grises y la boca grande, de labios sensuales. La melena lisa, castaño clara, bajaba hasta sus hombros.

Según la incidencia de la luz, su cabello parecía d casco bruñido de un guerrero antiguo.

Tomaron un ascensor que les dejó en d interior del apartamento. Se disponía él a leer una nota que acababa de recoger en la conserjería, cuando su hija le habló de la urgencia de la entrevista.

—Acabo de tomar una decisión, y necesito de tu experiencia —manifestó con ironía.

La sala donde les había dejado el ascensor era espaciosa. En d centro, en torno a una larga mesa de metal con tablero de mármol gris, había un sofá forrado de seda beige y dos sillones a juego. Otra mesa, de madera encerada color canela, aparecía llena de revistas y papeles amontonados con desorden junto a la puerta del ascensor. Bajo la lámpara que había a un lado se veía la foto de Eulalia enmarcada en piel de lagarto y, junto a ésta, una chequera de piel abierta. En la pared opuesta había una sencilla librería de madera pintada de blanco. De sus estantes, completamente llenos, sobresalían los lomos de los volúmenes. Su colorido aportaba una nota alegre a la severidad de las paredes forradas de seda marrón. El color de la tela deprimía tanto a Eulalia como a Alejandro, por lo que hada tiempo que habían decidido cambiarla o simplemente pintar de blanco las paredes. Al fondo, semicubierta por una gran cortina de malla de tonos crudos, se veía la puerta de cristal que daba a la terraza.

Alejandro dobló cuidadosamente el papel de la nota. Parecía ausente cuando preguntó a su hija distraídamente:

—¿Qué me decías?

Beatriz, que había echado d abrigo sobre d sofá y paseaba en silencio con los brazos cruzados, movió la cabeza en un gesto que indicaba d disgusto que le producía el desinterés de su padre. Mirando d enmoquetado obsesivamente, dijo que sentía tenerlo que molestar, pero que necesitaba urgentemente un abogado.

Levantó la cabeza hacia él y dijo con voz muy clara:

—Un especialista en separaciones matrimoniales.

—¿Me permites que llame un momento a Madrid? —repuso su padre—. Tengo aquí esto. No sé qué coño será, pero dice que es muy urgente.

Se dirigió hada el teléfono.

—Luego nos sentamos tranquilamente, tomamos una copa y charlamos. ¿Te parece?

Con el teléfono en la mano añadió:

—O mejor vamos a cenar. Lo que tú prefieras.

Alejandro frunció el ceño al oír la voz de la señora que le hablaba. Miró a su hija. «Sí —dijo con el mesurado tono de voz que le caracterizaba—, por supuesto que voy. En seguida. Claro. No. No creo que haya problemas con el billete de avión. Adiós, María Dolores. Y tranquilízate.»

Colgó.

—Otro crimen —dijo con voz pastosa—. Otra monstruosidad, de las que tanto abundan en este inefable país.

Su hija avanzó hacia él.

—¿Qué pasa?

Tomaron asiento en di sofá.

—Acaban de acribillar a cierta persona a la entrada de Madrid —dijo Alejandro—. Aquí no va a quedar títere con cabeza. Y total porque se saltó un control de la Policía. ¿Tú crees que podemos seguir así?

—¿De quién se trata?

Alejandro alzó las cejas en un gesto que indicaba la imposibilidad de resumir en pocas palabras una larga historia.

—»Tú has oído hablar de mi hermano Juan. El que murió en la guerra. :

—Sí, claro. Vagamente.

—Bueno, pues tu tío tuvo un hijo con cierta señora. Una señorita, vamos. Porque la tal Lolita era muy joven entonces.

Beatriz le miró con fijeza.

—Lo del hijo no lo sabía.

—Pues ya lo sabes. Hace unas horas, a la entrada de Madrid, por lo visto el hijo de Juan, que conducía el coche, no se dio cuenta del control. Y lo han matado. Así, sencillamente. Lo grave, además, es que su madre viajaba con él. Ya comprenderás cómo está la pobre. Dice que soy el único pariente de su hijo por parte de padre. Porque a tu tío Carlos no puede verle ni en pintura. Simplemente me comunica lo que ha pasado

por si quiero ir.

Hizo un amplio ademán con las manos abiertas.

—¡Tengo que ir! ¿A ti qué te parece?

—Me parece bien. ¿Y tú no le conoces? Al muerto, me refiero.

Alejandro explicó su entrevista con la madre. Había hablado con ella una sola vez en Málaga, adonde él había ido a dar una conferencia.

—Esta mujer, María Dolores, se enteró por la Prensa y vino a verme al hotel.

—¿Y tú entonces no sabías nada?

—En absoluto. Fue como un escopetazo.

—¿Conociste al hijo?

—No. Nunca quiso saber nada de nosotros.

Se encogió de hombros.

—¿Crees que lo tuyo puede esperar? Porque si he de salir esta misma noche va a ser muy difícil que hablemos. Al menos con el sosiego que requieren estos asuntos.

Tomó una mano de la hija.

—Además, quizá sea conveniente que reflexiones. Comprendo que estés hasta las narices de tu marido. No obstante, insisto, tendrías que pensártelo bien antes de dar un paso en falso. Está el asunto económico. Podría fastidiarte.

Compuso con ojos y cejas un gesto que revelaba su contrariedad.

—Te precipitaste al casarte —dijo.

—¡Te precipitaste tu! Y mamá. Los dos os precipitasteis. Queríais casarme bien. Con un hombre con mucho dinero. De la mejor sociedad de Barcelona.

—No es eso exactamente, mujer. Tu tío Carlos te convenció.

—Sí es eso. Claro que entonces tú pensabas de forma muy distinta. No te preocupaba la integridad moral de la pareja como ahora. Ni la afinidad de gustos. De caracteres. Porque no me negarás lo que cambiaste en cosa de un año. Más o menos a partir del sesenta y nueve o setenta, cuando se puso de moda ser de izquierdas. Ser de izquierdas era romper los moldes viejos. La mujer, libre. El amor, libre. El matrimonio no era ya el sacramento que une a un hombre y a una mujer para toda la vida, en el bien o en el mal, en la suerte o en la desgracia. El matrimonio era la tumba del amor, como dijo Vargas Vila. Un verdadero desastre. Esclavizaba. Aburría. Igual que los hijos, que tenían que educarse cada cual a su aire. Según su propia personalidad. Yo siempre te había oído decir que el hogar era algo sagrado. Que había que luchar para conservar su integridad. Y ya ves lo que has hecho tú después de tu sacrosanto hogar. Te largaste de casa aduciendo no sé qué razones contra la infeliz de mamá para vivir tu vida con esa Eulalia. ¡Mentiras! ¡Todo mentiras!

Alejandro había precipitado el final de la entrevista con su hija y la había acompañado en coche a su casa. De nuevo en su apartamento, donde se proponía meter unas cosas en el maletín y llamar a Eulalia, el telefonazo de ésta comunicándole la muerte de su madre le había puesto muy nervioso. De repente se le complicaba todo. En cuestión de minutos la hija había decidido separarse, le habían matado a un sobrino fantasma y se le había muerto una suegra que no era su suegra.

«¿Hay quién dé más?», dijo para sí, sentándose al volante de su coche.

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