12

Por la tarde, después de comer, Pedro la Tona visitó a Juan en su casa. Tomaron el café que les hizo Beatriz y una copa.

Pedro la Tona dijo:

—Aquí la Falange no puede prosperar. Los trabajadores se afilian a los partidos de izquierda. Es lo natural.

—No es lo natural. Si tú hubieras organizado algún acto, un mitin, por ejemplo; si les hubieras hablado, no sabemos dónde se hubieran afiliado algunos.

—¡Tú estás en el limbo, Juan!

—Estoy donde tengo que estar. La captación de afiliados cuesta. No se hace durmiendo hasta las once de la mañana y jugando al subastado en el bar. La vida es servicio. Y sacrificio.

Pedro se levantó y se abrochó la americana, cruzada. Llevaba un traje de anchas hombreras gris marengo, camisa blanca de cuello duro y una vistosa corbata a rayas oblicuas de vistosos colores.

—Tú mírame a mí —dijo—. Fíjate en mi ropa. En mi aspecto. ¿Crees que* pueden fiarse de mí los pescadores, los hiladores, los destripaterrones? En mí ven al señorito que fui siempre. Al enemigo que les pintan los izquierdistas. ¿Cómo puedo hablarles yo de los sindicatos verticales si, aparte de que ni ellos lo entenderían ni yo sabría decirlo, yo soy Pedro la Tona, un terrateniente?

Tomó asiento y sacó la petaca.

—Yo, con mis pocas luces —siguió diciendo—, veo que los dos partidos minoritarios son los comunistas y los falangistas. Los que están con Marx y los que contra Marx. Los dos, de una u otra forma, buscan una dictadura, un totalitarismo.

Y los trabajadores no quieren eso. Se conforman con ganar más y que les dejen hacer lo que les sale de los huevos. Por eso, al menos aquí, hay tanto cenetero. Y socialistas. ¿Me explico?

—Continúa.

—Tú me nombraste jefe local de Falange. A mí, después de saber algo sobre lo que es la doctrina de José Antonio, no me desagrada del todo. Ésa es la verdad. Hicimos varias reuniones los tres o cuatro que somos. Y volvemos a lo de antes. El hijo del juez, Manolo, los Gabanes y yo, somos para los trabajadores las sanguijuelas. Creen que nos estamos disfrazando de liberales, pero que en realidad somos reaccionarios. Porque, además, seguimos yendo a misa y a la procesión, cuando las hay.

—¿No hay nuevos afiliados?

—Dos. O tres. No sé. Mira, uno de ellos es el marido de tu antigua criada, Pilar. Se ha hecho una barquita, y ha dicho que bien, que lo inscribiéramos. Nos dio veinte duros. Pero luego, y esto a mí me revienta, tuve que hablar con el director del Banco de Crédito, que es amigo, para que le concediera un crédito. ¿Para eso quiere ser de la Falange ese tipo?

—¿Y los demás? Aquí hay gente joven que está desorientada. Si te hubieras puesto la camisa azul y hubiera salido a la calle, al campo, en busca de ellos, no estarías hablando así. Hay que hacer comprender a la gente que la lucha de clases acabará arruinando a España. Que el parlamentarismo es una barbaridad. Que el obrero y el empresario son una misma cosa, y que tienen que unirse. Como sea.

Se había excitado, y paseaba por la sala sin dejar de fumar.

—¿Por qué no llevas la camisa azul?

—Porque mi madre no quiere. Destiñe. Y me hace unas manchas así de grandes en la sobaquera. ¿Qué quieres? Además, no me gusta. Una vez que me la puse, la gente se guaseó de mí en el bar. ¿Sabes lo que pasa? Que nos toman por señoritos folloneros. Por chulos Ya sabes cómo airea la Prensa de izquierdas vuestras hazañas.

—A ver, más afiliados. ¿Quiénes son?

Pedro hizo un gesto ambiguo. Dijo que no recordaba bien, pero que había uno que podía ocupar su puesto.

—Porque yo no quiero seguir —añadió—. No tengo madera de político. Ése que te digo es un chaval que procede de una familia humilde. Medieros. Su madre fue criada del cura y lo metieron en el Seminario a los siete u ocho años. Ahora tendrá unos dieciséis o así. Y se ha cansado.

—¿En qué se ocupa?

—Da clases de no sé qué en la Academia Católica.

Pedro soltó una risotada como un rebuzno.

—Es un pillín, el tío. Va detrás de Paquita Mira.

—¿Quién es?

—Una chavala flaca, más fea que Picio. Pero tiene el riñón bien cubierto. Como es una beata, y él sigue sin salir de la iglesia, pues han fundado la Acción Católica. Rama de Jóvenes. Hicimos un trato.

—¿Qué clase de trato?

—Yo me apuntaba a la Acción Católica y él a Falange. Pero ni yo tengo nada de sacristán ni él de falangista.

Pedro se sirvió otra copa de coñac. Dijo:

—Mira, Juan. Quítatelo de la cabeza. Esto es un fracaso. Porque, además, la gente joven, que es a la que hay que buscar, está contenta con la República. Todas esas cosas de la tradición, el Imperio Católico y el Jefe Único, les tiene sin cuidado.

—¿Tú crees que están contentos con que un país tradicionalmente católico, un país visceralmente de derechas esté en manos de un Azaña cualquiera? Creo que te equivocas. Lo que pasa es que nadie les ha abierto los ojos.

Déjate de monsergas. Ellos están contentos porque la República hace cosas. Ese Martín, el socialista, ha hecho más por el pueblo en unos años que en toda la vida han hecho los Agrarios, tus famosos derechistas. Luego, cuando salgamos por ahí, darás un vistazo. Las calles están limpias y las fachadas. Se ha hecho un Mercado, que antes las mujeres vendían en la plaza, al sol o bajo la lluvia. Nadie toca los alimentos con las manos. Hay un baile. Un Matadero. El cine viejo ya no existe. Han hecho otro. Ahora están ampliando el alcantarillado. ¿Qué más? La gente trabaja y se divierte. Hace unos días se han expropiado unos bancales, que por cierto a mí me ha tocado también la china, para hacer un campo de fútbol. Son realidades, Juan. No son promesas. Ni bendiciones para ir al cielo. Lo que haga Azaña les tiene sin cuidado. ¡Ah! Y la gente, además, lee. Cosa que no hacemos nosotros, los de derechas. Tienen Ateneos Libertario, Casas del Pueblo. En el arrabal de los pescadores hay una con toda clase de juegos. Hasta ajedrez, algo con lo que no he podido nunca. Escuelas, no sabría decirte cuántas se han hecho en las afueras del pueblo. En el campo. Un grupo escolar nuevecito. Con cantinas para los niños que viven lejos, becas para los pobres. ¡Qué sé yo!

De pronto Juan pensó en Lolita. Quizás era a aquello a lo que ella se había referido cuando habló de crear una sociedad nueva.

Juan dio un puñetazo sobre la mesa de centro.

—Pero la enseñanza es laica. Y materialista Todos esos adelantos no son más que un señuelo para bolchevizar España y servirla luego en bandeja a los rusos. Ten en cuenta que después de la República vendrá la revolución. Entonces será la hora de los comunistas, ese partido que ahora parece no tener importancia. Y para oponernos a ese contubernio con las fuerzas del mal estamos nosotros.

Habla. Escuchaba sus propias palabras, aunque sin creer demasiado lo que decía.

—¿Tú te imaginas un pueblo sin ideales? Un pueblo materialista está llamado a la desaparición. Acabará perdiendo esa unidad de destino en lo universal, que es como el alma, la personalidad. Se apoderarían de él las potencias marxistas. Rusia concretamente haría de él una colonia. Y de nosotros, los españoles, con tanta historia sobre las espaldas, haría sus esclavos. Todas estas cosas son las que tienen que saber esos jovenzuelos frívolos. Y hacerles pensar seriamente en el triste futuro de España, si siguen por ese camino. Y en el que tendría si, por el contrario, se dejaran estar de modernismos, que huelen a democracias extranjeras, para recuperar la tradición y los valores patrios. Si todo esto, y muchas cosas más que ahora no vienen a cuento, lo hubieras explicado tú a esa gente, la Falange local sería una realidad. Queremos ser pocos, pero buenos. Pero de ahí, a que no haya más que un par de afiliados, va un abismo. Esto es hacer el ridículo, hombre.

—Pues decide lo que creas conveniente. Ya lo has visto. No sirvo para esto. Lo malo es que ya no me va a quitar nadie el sambenito.

—¿Qué sambenito?

—El de chulo. El de matón.

Cambió de tono, y propuso ir a dar un paseo por el pueblo.

—Verás con tus propios ojos lo que te he dicho.

—De acuerdo. En cuanto a tu nombramiento, desde este momento queda anulado. ¿Cómo dices que se llama ese chico?

—¿Quién, el cura rebotado? Sé que se llama Santiago.

Se levantaron, y Pedro preguntó a su amigo si podía decirle algo a Santiago.

—Porque tú has pensado nombrarle a él jefe local —añadió.

—Sí. Díselo. Y que venga a verme.

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