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Era un barrio pintoresco de la Valencia antigua. Un pacífico barrio artesano, cuyo silencio se veía turbado únicamente por la garlopa en el taller alfombrado de virutas o por el rítmico golpeteo de los batanes. Emerenciano Adell caminaba erguido por el centro de la calleja. Entornaba los ojos a fin de no perder detalle del portal penumbroso y húmedo, al fondo del cual se entreveía la filigrana gótica de un pasamanos de piedra con mugre de siglos. A veces, en la portería encristalada, iluminada por una débil bombilla, se movía la figura rechoncha de una vieja desaliñada con toquilla negra y bufanda hasta la nariz. Emerenciano hacía una mueca de disgusto y seguía observando los desconchados de las fachadas, la desigual simetría de los balcones, con el brasero pasándose y la badila de cobre asomando por el borde de la tarima de madera; con el pantalón de faena tendido, o la chambra de la abuela, o el irrigador colgado de un clavo de vuelta y, al final de la goma, la brillante cánula todavía goteando. En otras ocasiones era un envigado antiguo, sustentado por canecillos de carcomida nariz, como si fueran caras de leprosos, lo que atraía su atención. O la sólida reja con motivos vegetales y en lo alto, con las alas extendidas, la paloma del Espíritu Santo.
Tan distraído caminaba, que pasó de largo frente a la casa del general. Volvió, pues, sobre sus pasos y penetró en un espacioso portal de elevado techo y suelo empedrado con brillantes guijos.
Había a su derecha una vieja tartana con la pintura ocre del toldo cuarteada, y en el pescante, lleno de espesas telarañas, se veía un perro borde muy flaco con las orejas mutiladas. El animal temblaba de apocamiento y tenía en los resignados ojos una sumisión casi humana. Al ver a Emerenciano, el perro gimió como el que implora compasión, devolviendo la caricia que le hizo el desconocido en la pulgosa cabeza con un gañido de gratitud.
Al llegar frente a la portería, Emerenciano agitó una mano al viejo que había en la garita.
—¿El general? —le preguntó sonriendo.
El portero asomó la cabeza.
—Hoy no lo he visto salir. Llame.
De la escalera, de piedra berroqueña, subía un helor de cripta. Emerenciano lo sentía ascender piernas arriba como si fuera un vaho polar. Se apresuró. El rellano tenía una barandilla de hierro forjado, muy posterior a la fábrica del edificio, con opacas bolas de cobre en los cuatro ángulos. Colgaba del techo un farol hexagonal de gruesos vidrios biselados.
Emerenciano se recreó en la factura de la puerta de entrada, recia, oscura, de cuarterones asimétricos. Estaba repintada con linaza de pésima calidad, a juzgar por los grumos solidificados en la superficie. Luego cogió con cierta aprensión el grasiento picaporte, de los de mano y bola, y dio dos rápidos golpecitos. Segundos después se entreabría la puerta y aparecía la cabeza del general Donderis. Sus ojos, menudos y hundidos, le miraron con sobresalto.
—¿Sucede algo? —preguntó parpadeando.
La sonrisa de Emerenciano le tranquilizó.
—Sucede —dijo al entrar— que pasaba por aquí y me he dicho, voy ver qué hace nuestro general. Espero no ser inoportuno.
—En absoluto.
El anciano vestía una bata marrón a cuadros con ojales guarnecidos de abarrocados trencillos color canela y abrochados con pasadores de hueso. Un cordón de seda granate borlado, ceñía su delgada cintura. Calzaba botines de fieltro negro hasta más arriba 4 los tobillos.
—Perdone el desorden, mi querido Adell, pero es que tengo a Paula fastidiada.
—No será nada grave.
Se encogió de hombros.
—El catarro de cada invierno.
En la pieza donde le hizo pasar había una librería cerrada de nogal, una vitrina llena de condecoraciones, mesa camilla con los restos del desayuno y al fondo, medio tapada por el estor de gasa que pendía de la galería del balcón, una rinconera de madera de cerezo con el busto del general Weyler. En las paredes se veían marinas; una litografía francesa representando a Abelardo abrazado a las rodillas de Eloísa, una panoplia de terciopelo rojo con dos sables cruzados y el retrato al óleo del dueño de la casa con uniforme de gala y dos grandes estrellas de ocho puntas en la bocamanga color hueso.
El general se disculpó por segunda vez:
—Espero que se hará cargo de la causa de este desorden.
—¡Claro que si!
Sus manos, pequeñas y nerviosas, contrastaban con las de Emerenciano, grandes, de redas muñecas, mientras ambos recogían el servido de la mesa camilla.
El anciano protestó.
—Deje, Adell. No toque nada.
—Pues no faltaba más —rió Emerenciano—. Pero ¿es que se figura usted que yo no lo hago en mi casa? Y disfruto lo mío. Sí, señor. Me levanto los puños de la camisa, cojo d estropajo y d jabón, y hale. Isabel protesta. Dice que soy un metomentodo. En cambio a Eulalia le da por reírse. A ésa, ya sabe, todo se le va en carcajadas.
Siguió al anciano por un oscuro pasillo hasta la cocina, pero el general se negó a que fregara d tazón.
—De ninguna manera. Eso sí que no, Adell. Se lo prohíbo terminantemente.
El viejo militar resollaba cuando tomaron asiento en una salita amueblada con sillería isabelina. Emerenciano observó su menuda cabeza, ligeramente picuda, el mal sembrado perejil de sus mejillas y los ojos, de mirada apagada, hundidos entre la serosidad morada de las bolsas.
—¿Y qué me cuenta usted?
Emerenciano estiró d cuello.
—¿Qué quiere que le cuente? Lo de siempre, general. Vegetando hasta que Dios quiera.
Explicó que esperaba aquella misma tarde a una prima de su mujer.
—Precisamente cuando iba a salir nos trajeron el telegrama. Llegan a las seis de la tarde. Así que hoy la tertulia va a estar poco concurrida. ¿No le parece? Porque supongo que usted no podrá ir.
El general asintió.
—Con esta indisposición de Paula.«
Tras un silencio, preguntó:
—¿Son muchos?
—¿Muchos?
—Me refiero a la familia de su prima.
—¡Ah! El matrimonio y cuatro hijos. El marido es capitán de la «Transmediterránea». Su barco hace escala aquí con frecuencia. Y como el hijo mayor ha empezado la carrera de Medicina, han decidido venirse todos.
El general movió la cabeza.
—Mal momento.
—¿Por qué?
—Ya sabe. El país va de mal en peor. Ni siquiera sabe lo que quiere.
El general había llegado donde quería Emerenciano, que repuso vivamente:
—¡ Claro que sabe lo que quiere!
—Pues yo creo que no. Ni lo sabe ahora ni lo ha sabido antes. ¿Y quiere que le diga más? No creo que los españoles sepan nunca dónde quieren llegar. El español, políticamente hablando, es un irracional.
Emerenciano rió.
—¿Usted cree?
—Estoy convencido de ello.
—Pues yo creo que lo que quiere el español de hoy es una República. ¿Ha leído lo que le dijo hace unos días Ossorio y Gallardo en d Ateneo?
—A mí me tiene sin cuidado lo que diga ese chisgarabís.
—Asegura que se instaurará una República como Dios manda.
—¿Una República?
—Sí, señor.
El general sonrió.
—¿Sabe usted lo que trajo la del setenta y tres, amigo Adell?
—Eran otros tiempos La gente de hoy está más civilizada. Y vive mejor que la de entonces. Hoy a los españoles no les interesa una guerra. Ni siquiera un pronunciamiento. Todos tratamos de vivir en paz. Y si algún militarote, y perdone, intentara algo, le iban a zurrar de lo lindo. Por eso, si se instaura una República con d refrendo popular, usted y yo, todos, tendremos que acatarla.
El general agitó nerviosamente una mano.
—¡Ni pensarlo! Aquí una República duraría lo que el canto del gallo.
—¿Aunque fuera ésa la voluntad del pueblo?
—Aunque fuera así. Usted, ya lo sé, es republicano. Pero recuerde lo que le digo. Suponiendo que ustedes ganaran las elecciones, cosa que dudo, un régimen republicano les duraría dos días como quien dice.
—¿Por qué?
—Pues sencillamente porque éste es un país de curas y de militares. Y como a los ricos no les gusta que nadie sepa lo que tienen, ni repartir su dinero con nadie, pues apoyarán siempre al Ejército y a la Iglesia.
—¿Y los demás?
—Si se refiere usted a las clases medias y trabajadoras, siento tener que desengañarle.
—¿Por qué?
—Porque no cuentan, amigo Adell. No tienen cultura. Ni, por supuesto, cultura política. Tratan de vivir. Y la clase media, ese quiero y no puedo, estará siempre de parte del rico porque es el modelo que imita. Sin darse cuenta si usted quiere, pero copian de los ricos. Las modas, la forma de comportarse, todo. Unos y otros, además, son religiosos.
—O supersticiosos.
—Llámelo como quiera. Pero la gente, aquí en España, es conservadora.
La manaza de Emerenciano se posó blandamente en d hombro descarnado del general.
—Ganaremos las elecciones. Ya lo verá.
—¿Los republicanos? ¡Qué va!
—Tan seguro como que es de día, general.
Se levantó.
—Y ahora perdóneme, pero tengo que hacer muchas cosas todavía. Volveré cuando hayamos ganado.
Mientras bajaba la escalera, Emerenciano sofocó la risa que le ahogaba.