12

Tomaron la segunda copa en una cafetería del centro.

A medida que el alcohol se metía en la sangre de Carlos, su paternalismo aumentaba. De sus palabras se deducía que su hermano era poco menos que un subnormal que se dejaba engatusar de todo d mundo, en especial de las mujeres.

—Las mujeres son como el pueblo —dijo—. Se hacen las tontas y las desgraciadas para que trabajemos por días. Pero no les pidas nada. Con d pueblo pasa lo mismo. Tú sal ahora mismo a la calle. Ponte en la acera y pide algo al pueblo ese que tanto defiendes. Algo. Lo que sea. Un pedazo de pan. Trabajo. A ver qué consigues de él. La gente, Alejandro, y cuanto más baja sea peor, sólo piensa en sí misma. Es egoísta. Trata de vivir lo mejor que pueda sin currelar demasiado. Aprovechándose de la buena fe de los demás. Y a ti de buena fe te ha sobrado demasiado siempre.

»En cuanto a las mujeres, déjate ya de una vez. Déjalas. Son peor que diablos. Si necesitas los servidos de una, pues los buscas y en paz. Con dinero se arregla todo. Pero no te compliques más la vida. Ni nos la compliques a los demás.

Carlos había sentido descender sobre sí el mesianismo a la cuarta copa de «Napoleón» y ensartaba un sermón tras otro ante la indiferencia de Alejandro.

—Tú hazme caso a mí. Elena es una buena chica. Te quiere. Siempre te ha querido. Tú mejor que yo sabes lo enamorada que se casó de ti. Y, la verdad, me parece un gran egoísmo lo que has hecho con ella. Abandonarla con la menor de tus hijas, bueno, es algo que clama al délo. Es una guarrada. Alejandro suspiró. Estaba contrariado.

—Déjalo, Carlos.

—¡No lo dejo! Te fastidian mis palabras porque en el fondo son las mismas que te dicta tu conciencia. No sé a qué viene presumir de redentor, cuando lo que estás haciendo con tu mujer es un crimen. Te casas con ella, le haces tres hijos, vives a su lado durante casi treinta años y, al final, cuando has agotado su vida, le dices por ahí te pudras que yo me largo con otra.

—Tú no sabes de qué va el asunto.

—Lo sé. Me lo contaste tú. Pero ésas no son razones. ¿No comprendes que alegar al cabo de tantos años que su compañía no te enriquece es de un egoísmo bestial? Es un caso de frescura. O sea, te casaste con ella cuando sí te aportaba algo. Su juventud, su alegría, su misma virginidad. Y, además, un saneado patrimonio familiar. Te casaste y ahora, que por otra parte es cuando más os vais a necesitar, la dejas con un palmo de narices. ¿Sabes cómo te juzgan tus hijos?

Se humedeció los labios con un sorbo de agua.

—En cuanto a la otra, esa Eulalia, ¡ya me dirás! Una esnob. Y una cursi. Y todo por culpa de los famosos tiempos democráticos. Seguro que en vida de Franco no se hubiera atrevido a levantar los ojos a mirarte. Entonces la mujer era decente. Estaba en casa, que es su sitio, al servicio del marido y de los hijos. Se querrían más o menos. Se entenderían mejor o peor. Pero de ahí a dejarse plantado el uno al otro va un abismo. Porque el matrimonio, bien mirado, no es más que una lotería.

—¿Tú crees?

—Claro. O un melón sin cata. Si te sale bueno, miel sobre hojuelas. Y si no, pues, a joderse, hermano.

—Toda la vida.

—¿Qué querías tú? ¿Jugar con ventaja? No se puede comprometer a una mujer honrada, llevarla al altar y luego dejarla tirada cuando a uno se le antoje. Y en cuanto al divorcio, otra barbaridad. Aunque nuestra Constitución lo admita. Es antinatural. Absurdo. Al menos para los españoles. Con lo calientes que somos aquí, nos pasaríamos la vida divorciándonos. Nos ha jodido.

Hizo una pausa.

—Por otra parte, ya no tenéis edad. Ni tú ni esa señora. A vuestros años, lo que se ha hecho hecho está. No sé cómo decírtelo, pero sé que me entiendes.

—Shakespeare lo explicó magníficamente por boca de Hamlet. «A tu edad —dijo—, la sangre está domada y sólo espera que la razón la guíe.» ¿No es eso lo que tratas de decir? Sin embargo, tú sabes que no se trata únicamente del instinto. Shakespeare estaba en lo cierto en la última parte de la frase: «... sólo espera que la razón la guíe». Es lo que hemos hecho Eulalia y yo. Aunque te cueste admitirlo, estamos unidos porque la razón nos une. Tenemos gustos comunes. No somos absorbentes el uno con respecto al otro. Respetamos nuestra libertad. Y nuestra intimidad. Y nuestros compromisos. Tenemos muchos amigos comunes. ¡Tantas cosas!

Hizo un ademán, como si espantara un enjambre de moscas.

—No lo comprenderías nunca —añadió.

—Lo único que yo comprendo, y déjate estar de filosofías, que a eso sí que me ganas, es que las hijas de esa señora tengan derecho a ser tan golfas como su madre. Por el ejemplo que les da.

Alejandro se levantó.

—Vamos a dejarlo estar de una vez —dijo poniéndose repentinamente serio—. Tú te quedas con tus ideas y me dejas a mí con las mías. Es lamentable que no podamos entendernos, pero ésa es la única verdad. Y me agradaría que retiraras lo de golfa, referido a Lali.

—¿La llamas así?

—La llamo como me da la gana.

Carlos parpadeó.

Está bien, hombre. Lo retiro. Pero siéntete. No te lo tomes tan a pecho. Permanecieron en silencio unos instantes. Carlos no comprendía la actitud de su hermano. Las veces que había hablado de él con Fefa, siempre le había dicho que necesitaba que alguien le hiciera reflexionar. En realidad, seguía siendo un niño. Un niño malcriado, que por un lado daba un caramelo a alguien, por lo que se sentía muy orgulloso, y por otro robaba una confitería sin remordimientos. Alejandro, por su parte, se ¿forzaba en quitar hierro a las palabras de Carlos, Decíase conformado que su hermano era así y así moriría. Impulsivo, obcecado^ atolondrado. Recordó la época en que le dio por el republicanismo, precisamente el último año de la Monarquía. Escuchó sus disculpas:

—Te prometo que nunca más me meteré en tus cosas. Yo solo quería hacer que reflexionaras.

—Olvídalo. ¿Te «cuerdas de la foto de Alcalá Zamora que tenías en tu dormitorio? La habías clavado con chinchetas en la pared.

—Perdona. Detrás de la puerta.

—¿Seguro?

—Y tan seguro. ¿No te digo que tú no te acuerdas de nada? Otro gallo te cantara si...,.

Alejandro hizo ademán de protegerse con las manos contra un nuevo chaparrón de recomendaciones.

—¡Ahí ¡Ahí —exclamó sonriendo.

Carlos soltó una carcajada y propuso dar un paseo.

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