10

Había parado de llover. Mientras bajaba hada el centro, Carlos observaba los edificios de la zona residencial donde su hermano tenía el apartamento. Eran construcciones sólidas, modernas, en las que el funcionalismo se combinaba con un lujo severo. Sin estridencias. Edificios de pocas plantas construidos en régimen de propiedad de vecinos alternaban con cuidados chalets, lo que los catalanes llaman torres. Todos tenían su jardín y las amplias terrazas, algunas de ellas encristaladas, se veían adornadas de cuidadas macetas con flores. Las calles, relativamente anchas, estaban limpias. Carecían prácticamente de tráfico y los coches aparcados a las puertas eran de marcas caras. Se respiraba tranquilidad, seguridad, paz. Aquel mundo ordenado y limpio nada tenía que ver con el que no tardaría en aparecer ante sus ojos. Un mundo ruidoso, hormigueante, en d que se debatían los ciudadanos de a pie, gente crispada que vivía contra reloj problemas acuciantes de todo tipo.

Era lo que él no conseguía comprender. Que su hermano se prestara al juego de manifestarse en sus escritos como un defensor de la mugre, y que viviera en aquel barrio, en un apartamento lujoso y con una querida que pertenecía a la alta burguesía barcelonesa. El contraste entre el pensar y d estar le indignaba. Él, al menos, defendía ideas afines a su dase porque sólo así, defendiéndolas, aseguraba lo que había conseguido en la vida. El pueblo, esa palabra que la gran mayoría de intelectuales de la izquierda, y de políticos, utilizaban como pantalla para hacer vida de marqueses, comiendo en los restaurantes más caros, gastando verdaderas fortunas en viajes al extranjero, adquiriendo obras de arte en las subastas más importantes de Madrid y Barcelona, d pueblo tendría que enterarse alguna vez de la calaña moral de sus representantes. Gente esnob en su mayoría, enamorada de la propia imagen. Personas incapaces de acercarse al necesitado y escuchar sus problemas. De hacer algo positivo para solucionarlos. Todos muy demócratas, muy antifranquistas, seguía pensando Carlos, pero apuntalándose unos a otros. Los del viejo Régimen que habían cambiado de chaqueta, gatazos almibarados, cínicos vanidosos, se dejaban querer porque sabían muchas cosas. Y aquellos que habían vivido y medrado con el franquismo residual, por razones de edad, y cuyos méritos no pasaban de algún «encierro» o de algún artículo «atrevido», cuando Franco no era más que un viejo decrépito y d Régimen estaba muerto, hacían alardes de democracia satirizando una situación a la que, en realidad, debían todo cuando eran. En cambio, los exiliados anónimos que habían vuelto, los mutilados de guerra republicanos, aquellos cuyos huesos se habían podrido en las cárceles franquistas, o los que se habían consumido en los campos de concentración o habían logrado sobrevivir en los de exterminio, sus viudas, sus hijos, ésos habían desapareado de la escena política. No contaban. No eran nadie. Seguían habitando en pisos pequeños, en calles húmedas del extrarradio, viviendo de lo poco que cobraban de la Seguridad Social, francesa por lo general, o de lo que ganaban en pequeños trabajos de caridad. Carlos pensaba que los franquistas habían sido generosos con los que pensaban igual que ellos. Durante casi cuarenta años, cargos y prebendas, chanchullos y negocietes, habían sido repartidos entre todos con cierta equidad. Lo cual no hacían los mandamases de las izquierdas con los suyos. Rió, pensando que, al menos en esto, demostraban ser más honrados que los otros.

España era una comedia bufa. Carlos establecía comparaciones. La derecha cerril, a la que se honraba en pertenecer, al menos daba la cara. Aguantaba impertérrita el chaparrón de insultos que caía sobre su cabeza desde hada unos años. Escritores e intelectuales como su hermano les tachaban de retrógrados, de trogloditas empeñados en perpetuar una situación de privilegio. De acuerdo, pensaba Carlos. Pero ¿y los santos redentores? Ahora resultaba que los socialistas se unían al capitalismo. Pactaban con el.

¿Qué clase de socialismo es el de estos socialistas que se apartan del marxismo? ¿En que diablos piensan los ucedistas, gente de derechas procedente del falangismo franquista y casados todos con la Banca, que han hecho una Constitución atea, marxista y separatista? ¿Qué Iglesia es ésta, que tolera curas que se declaran comunistas y otros, como ese Jesús Aguirre, que de párroco "progre" se convierte en duque de Alba?»

Ahora que lo acababa de ver en su propia salsa era cuando más le defraudaba su hermano. Había cambiado mucho desde que se afilió al Partido Comunista en la clandestinidad. Carlos había visto a través de los agujeros del harapo con que se vestía Alejandro su soberbia. También él a su modo quería «salvar a España». Peto lo hacía de una forma poco noble. Aprovechándose de la credulidad de las masas pata encaramarse y crearse una sólida posición económica y un prestigio literario.

Había doblado la esquina de General Mitre y bajaba por la acera derecha de Balines: De pie junto a una farola había una pareja de jóvenes besándose. Carlos se plantó frente a ellos y se quedó mirándoles descaradamente. La muchacha, casi una adolescente, tenía una cara chatilla y descarada de piel descolorida. Llevaba un pelucón afro y unas pequeñas gafas redondas de arete metálico cabalgando casi en la punta de la fina nariz. En un momento dado, le sacó burlonamente la lengua y a continuación mordió los labios de su acompañante. Carlos les dijo indignado que aquél no era el lugar más adecuado para sus expansiones.

—Hay señoras. Y niños. ¿O es que no os queda ni pizca de vergüenza? El joven se volvió. Llevaba una barbita color azafrán despoblada en la carrillera y tala en el mentón. Tenía los ojos pequeños y hundidos. Sin decir ni media palabra, hizo un ademán obsceno.

Carlos avanzó hada él. Estaba rojo como un tomate.

—¡Os he dicho que os larguéis, puercos!

El muchacho recabó la atención de un guardia estacionado en la esquina. Era joven también, y en su cara pálida destacaba una barba negra y brillante. El guardia rogó a Carlos que circulara. Carlos se encrespó:

—¿De modo que el que tiene que circular soy yo?

El guardia entornó los ojos como quien hace acopio de paciencia ante las chifladuras de un vejete pendenciero. Luego le indicó con el cañón del arma que siguiera circulando.

—Pero ¿no ve usted que lo que esta pareja hace es escándalo público?

—No es escándalo público, señor. Y haga el favor de circular.

—¿Morrearse en medio de la calle no es escándalo público? El guardia levantó la voz:

—El escándalo público lo está dando usted. De manera que márchese cuanto antes. ¡Andando!

«Claro, son todos iguales.» Mientras seguía Balmes abajo, Carlos sospechó que el guardia se había puesto del lado de la pareja porque también él era joven. «¡Igualitos que los de mi época!» Caminaba de prisa, excitado.

En la primera cafetería que encontró pidió un «Chivas» para quitarse el soponcio. Pensó en la juventud de su época. La que había ganado la guerra. Se divertían. Pero en ciertos lugares y con ciertas mujeres. A la novia se la respetaba precisamente porque se la quería. «Y es que los jóvenes de entonces éramos todo ilusión. Ilusión, entusiasmo y virtud, son las tres palabras que mejor definían a aquella generación. Esta gente es fría. Razona demasiado. No siente entusiasmo por nada. Está demasiado intelectualizada. En cambio nosotros teníamos fe. En Dios, en el Caudillo, en la Patria, en nuestros valores. Sabíamos todos que teníamos que cumplir una gran misión histórica y nos dispusimos a hacerlo en cuanto se acabaros los tiros.»

Desde el taburete del mostrador donde se había sentado veis la calle. Había aumentado la circulación. La gente que salía de trabajar de las oficinas y empresas tenía un cierto aire de liberados. Pequeños grupos de jovencitas parloteaban por las aceras, correteaban o se sacudían juguetonamente. Se notaba que eran colegialas con él día libre por delante. Casi todas llevaban vaqueros ajustados. Era una especie de segunda piel con raspones, deslucida por el roce en los costados y en las nalgas, cuya masa muscular se balanceaba incitantemente. Carlos las comparó con las muchachas de la guerra y de después, cuando ir ceñidas suponía una indecencia. Las estaba viendo con la imaginación. Trajes amplios, escotes cerrados, puños ajustados a las muñecas. Llevaban las faldas bastante más abajo de la rodilla y se criticaba a la que no usaba medias, aunque fuera en pleno mes de agosto. Tampoco el talante era el mismo. Aquellas jóvenes no tenían el mismo aire desenfadado, ligeramente mundano, que las que estaba mirando Carlos paradas frente a los escaparates, cerrando un coche o simplemente cruzando la calzada con paso decidido. Iban, por el contrario, con la vista baja, evitando cualquier asomo de provocación, la mirada que pudiera interpretarse equívoca. Las jóvenes colegialas no perdían su tiempo en zaragaterías ridículas, ni se perseguían jugueteando en la vía pública como las que acababan de pasar. Empleaban sus ratos ubres ensayando tablas de gimnasia o haciendo cuestaciones. Entonces su mirada se hacía severa, sin perder la corrección o ese punto de simpatía aséptica que se ha de procurar a la hora de poner la insignia en la solapa del cuestado. Tampoco los jóvenes eran igual. Iban de uniforme o con traje y corbata. Les definía la mesura, el respeto y la caballerosidad con las mujeres. Caminaban moderadamente de prisa, un poco envarados, y en su mirada lejana había algo como de iluminado. «Digan lo que quieran estos trastos de hoy, aquella juventud tenía algo de mística. No estaba racionalizada, pragmatizada, aburrida y jodida como la de hoy.»

Frente al vaso de güisqui, Carlos pensaba en lo que la nueva juventud haría con España cuando la tuviera en sus manos. En su época, ser joven era contraer la responsabilidad del futuro. Ahora ser joven era reírse del muerto y de quien lo vela. Era desdeñar la opinión del mayor, provocarle, hostigarle constantemente. Se habían apartado voluntariamente y eran espectadores silenciosos, siniestramente aburridos. Hartos de todo lo que no fuera soñar con la cabeza llena de humo. Discotecas, bates y pubs habían sustituido a los locales recreativos del Frente de Juventudes, donde se jugaba al ping-pong, se hada la instrucción o se leía a los buenos españoles. En vez de recogimiento en la iglesia, la huida hacía el mundo del sexo y la perversión en el antro comunal o tirados en cualquier escalinata o porche. En vez del Ejercicio Espiritual, la patraña de la mesa que se mueve sola o del vaso que corre sobre el tablero transmitiendo el mensaje de un espíritu de pacotilla. Lo habían destrozado todo. El código de sus valores, si es que los tenían, era la antítesis del que regía a los jóvenes de su generación. Entonces se ahorraba el dinero. Ahora se compartía con el primero que salía al paso. Entonces se luchaba por hacerse oír y ahora todo el mundo escuchaba. Entonces se acudía a sermones o a conferencias, se oía con atención lo que decía el ideólogo o el profesor, mientras que ahora se desdeñaba cualquier clase de interpretación, religiosa, política o social, sospechosa de haber sido construida y manipulada. La suya había sido una juventud luchadora. Combatió en los frentes y, más tarde, en la vida civil, por el prestigio de un empleo o frente al tribunal de oposiciones. En cambio los andovas de hoy, patosos y aburridos, sostenían la tesis de que uno no nace para competir con los demás y exigían la anulación de las oposiciones. «¡Todo un poema!», exclamó Carlos dirigiéndose al barman, que le sonrió.

—¿Decía, señor?

—Decía, no. Pensaba, hijo, pensaba. Anda, cóbrate esto.

—Perdone.

Tenía ganas de charlar con alguien y preguntó al barman de dónde era.

—De un pueblo de la provincia de Sevilla. Carlos contó el cambio.

—Pero, hombre de Dios, con lo bien que se vive en los pueblos. ¿Cómo se te ha ocurrido venirte aquí, con los catalanes?

—Porque allí de lo único que uno se hartaba era de hambre. Y si viera el panorama ahora. Todo el pueblo parado. Los pocos jóvenes que quedan se pasan el día sentados al sol.

—Estarán muy morenos.

Carlos dejó una moneda de cincuenta pesetas en el platillo del cambio.

Dijo:

—Mira, yo tengo la seguridad absoluta de que el que no trabaja es porque no quiere. Hay mucho cuento en todo eso del paro. Y a vosotros, los andaluces, nunca os ha entusiasmado que digamos eso del cúrrele.

—Usted puede pensar lo que quiera, señor. Pero en mi pueblo la gente pasa hambre porque los señoritos no sueltan ni un puto jornal. Y lo que pasa en mi pueblo pasa en toda Andalucía. En toda España.

Carlos le miró con socarronería. Luego cogió la moneda que había dejado de propina y se la embolsó. Salió de allí echando chispas. «Lo que yo digo. Ya no se puede ni salir a la calle. Cualquier desgraciado se atreve a levantarte la voz o a llevarte la contraria.»

Como había empezado a llover paró un taxi.

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