20
Eulalia se había puesto un modelo color lila muy escotado. Llevaba los brazos descubiertos y un maquillaje ligero. Tampoco las joyas eran ostentosas. Un pequeño collar de perlas, el discreto broche de esmeraldas cerrando el escote, a juego con los pendientes, y un par de aros de oro en las muñecas. Calzaba zapatos negros de salón.
Alejandro sugirió:
—Quizá tendríamos que retirarnos pronto. Esas cenas son siempre un latazo.
—Si quieres nos quedamos. A mí me es igual.
—No es eso, Lali. Nos han reservado mesa. Vamos, damos un vistazo, cenamos, si es que se puede, y a casita. Nos sabemos de memoria todo lo que viene después de la primera copa.
—Di que hoy no es tu día.
Se sentía incómodo metido en el esmoquin. Ridículo.
—Magister dixit.
Eulalia no disimuló su rabia al coger la esclavina de visón de los pies de la cama.
—Ni magister, ni cuernos, Alejandro. Siempre que hablas con tu gente vienes a casa con un humor de perros. A mí me revienta decírtelo, pero es así. Te amargan la vida.
Hizo una pausa.
—Imagino que serán cosas de tu mujer. ¿Que te pide más dinero? Dáselo, hombre. La cuestión es que nos deje en paz. Porque no creo que vaya a quitarte el sueño que tu niña sea de Fuerza Nueva. ¿Cómo se ha justificado?
El encendió un cigarrillo y proyectó el humo hacia el techo con cierto nerviosismo.
—No tiene por qué justificarse. Dentro de unos días será mayor de edad. Simplemente hemos charlado.
—Es una cría. Como Olga. Pero, mira, quizá sean más nobles, más desinteresados que la generación de sus padres. Yo creo que a Marta se le pasará ese sarampión patriotero. No vale la pena que te preocupes por eso. Además, lo que sea sonará.
Le invadió una vaharada de «Chanel» cuando ella le echó los brazos al cuello.
—No quiero verte preocupado, amor. ¿Sabes? Si yo pudiera aislarte de cuanto pueda hacerte daño. De lo que fuera capaz de distraerte. Quizás a veces te resulte pesada. Lo comprendo. Lo que trato de decir es que quisiera un mundo para ti solo. Para que pudieras trabajar al margen de los pequeños problemas. Para que crearas en una total, una completa libertad. Un mundo aparte.
—¿Un mundo proustiano?
—No. Quizás un mundo juanramoniano. Sabes que Zenobia acolchaba las puertas del estudio de Juan Ramón. Yo no haría tanto. Pero acolcharía tu sensibilidad con mi propio cuerpo. Con mi alma. No sé. La verdad es que no sé expresarme.
—Eso no lo consentiría yo. Zenobia no le hizo ningún favor a Juan Ramón. Se quedó en solícita ama de llaves. No sabemos cómo habrían sido los poemas de Juan Ramón de haber sufrido él los mordiscos de la vida. Y nos ha privado de ellos el machismo suyo. Y la sumisión de ella.
Se deshizo de su abrazo. Dijo:
—Nada. Que aquí no hay quien se aclare. ¿Estás lista?
Mientras bajaban en el ascensor, Eulalia le arregló el lazo de la pajarita.
—¿Programando también el vuelo de este ridículo pájaro?
Ella parpadeó.
—¿Insinúas que programo tu vida?
—Qué más quisiera yo.
Alejandro la observó mientras introducía la llave en la cerradura del coche. Comprendió de repente que Eulalia era una criatura deliciosamente inmadura.