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Aquella noche la mente de Juan se sintió singularmente lúcida: tuvo evidencia de la guerra. La guerra se produciría. Muy pronto. Sería como un presagio de salvación para todos. Para los que nadaban en la abundancia y para los que pasaban hambre. Para los que, como él, vivían el bienestar egoísta de una actividad cómoda de estudiante universitario y para los parados o los que picaban piedra en los desmontes. Para los héroes, los cobardes y los traidores. La guerra serían como una corriente de aire fresco, vivificador, en aquella atmósfera enrarecida de resentimientos y dudas.
De ella saldrían todos purificados. Vencidos y vencedores. Victimarios y víctimas. Entonces sería posible apreciar sus verdaderos resultados, es decir, los frutos que daban sus frutos. Saldría un temple nuevo de caracteres en el campo de los vencidos: la resignación orgullosa, la austeridad, el heroísmo callado, la disposición natural hacia empresas más nobles, capaces de dignificar el concepto de hombre. Para esconder el fracaso de su victoria, los vencedores, implantarían el terror y el dogmatismo a fin de que todos, vencidos y vencedores, perdieran el hábito de juzgar y pensar libremente. Sucedería así, ganara quien ganara, que equivale a decir perdiera quien perdiera. La corrupción, la muerte, la violencia y la tortura, se enseñorearían del país produciendo a la larga el florecimiento moral de nuevas generaciones. La semilla de la esperanza.