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Todo había resultado inútil. La Historia no la hace una persona en particular. Ni el filósofo, ni el guerrero, ni el gran estadista pueden fabricar la Historia. En todo caso son, unidos a la guerra y a la revolución, simples estimulantes. Una especie de levadura que contribuye a que la sociedad fermente. Lo que conocemos como curso de la Historia crece y se transforma sin cesar, aunque nuestros ojos no lo sorprendan en trance de crecimiento.
Había sido inútil la lluvia de fuego con que ciertos hombres habían intentado parar el curso de la Historia. El brutal manotazo había colapsado a la progresiva sociedad española de la República, pero no había parado su corazón. Por debajo, como sucede con el bosque, había seguido transformándose, creciendo como crece en silencio la hierba, aunque nadie la vea crecer. Ahora, después de cuarenta años de mordaza, la sociedad española avanzaba de golpe el camino perdido. Había, pues, resultado inútil la mirada severa del Caudillo. Ni con mil Caudillos se habría podido parar el curso de la Historia, aunque alguna de sus generaciones pareciera narcotizada.
Así lo reconocía Carlos, aunque no estuviera dispuesto a confesarlo. Como tantos españoles de su generación, había luchado por una cuestión meramente geográfica en favor de una causa interesada y mezquina. Había comprometido su dignidad de hombre libre defendiendo el absurdo de parar la Historia. El frenazo, de casi cuarenta años, había desacreditado a España en el extranjero. Le había prohibido pensar libremente y resolver sus problemas de común acuerdo, sin que ninguna persona en particular los resolviera en nombre de la comunidad. La había convertido en una especie de subnormal incapaz de valerse por sí misma. Una subnormal a la que cada vez que experimenta una crisis se le pone la camisa de fuerza.
A hilo de esta reflexión, Carlos se preguntó qué habría sucedido si Suárez y algunos de sus ministros estuvieran a aquellas horas en poder del comando encargado de asaltar la Moncloa. En tal supuesto, y en el que todo lo demás hubiera salido bien se habría formado un Gobierno de Salvación. Hombres los había. Patriotas. Entusiasmo, experiencias, ideas claras sobre lo que le convenía a la Patria indivisa y católica, devoción absoluta a los hombres símbolos, Franco y José Antonio, eran condiciones que reunían personas como Raimundo Fernández Cuesta, Silva Muñoz, Sánchez Covisa, Pifiar, García Carrés, el mismo Fraga, Girón y tantos otros. También cabía contar con algunos ministros del Gobierno, sin descartar al Presidente, que se habrían revelado franquistas y habrían podido demostrarlo. Y con los partidos de la derecha. El español medio, versátil y acomodaticio, cansado de violencia y empachado de libertad, se habría apresurado a levantar el brazo en las manifestaciones multitudinarias que Gobernadores y Alcaldes de nuevo cuño habrían organizado en pueblos y ciudades. Luego, la Prensa y la Televisión habrían hecho el resto. Pero ¿dónde estaba el hombre providencial?
Circulaba profusamente por el país un librito, del que Carlos había adquirido varios ejemplares para regalar a sus amigos, en el que se profetizaba burla burlando la resurrección de Franco al tercer año de su muerte. La fecha estaba detrás de la esquina como quien dice. Cuestión de días. Pero Franco no podía resucitar. La España de la transición a la democracia, la España preconstitucional, vivía un momento de auténtica ciencia ficción, pero no hasta tal punto. Sin embargo, cabía hacer del Caudillo muerto un Moloch al que inmolar rojos y traidores en desagravio. En su nombre, se habría prescindido del proyecto de Constitución, se habrían llenado las cárceles y se habría vuelto a la solidez de ese bloque sin fisuras que habían sido las Leyes Fundamentales. SÍ era cierto que España era diferente, concluyó Carlos riendo, a nadie podía extrañar que ocupara la jefatura del Estado un cadáver. Con el tiempo, los Estados liberales europeos habrían acabado siguiendo su ejemplo.