10

Eran más de las tres de la madrugada cuando el recuerdo de su hija Marta le golpeó como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza. Alejandro levantó la vista del papel. Salía de un mundo sin concreciones, abstracto, y sin embargo ontológicamente existente. De la concentración en que se había sumido volvía a la realidad. Y la realidad entonces era que Marta se negaba a verle, que el teléfono de Carlos en Madrid no contestaba y que los teletipos transmitían la noticia, ya conocida por él, de la existencia de un complot fantasma urdido por unos militares sin rostro en Madrid.

Tenía la espalda dolorida cuando se levantó. En seguida sonó el teléfono. Era Manolo Pomés, un conocido relaciones públicas que se sabía todos los chismes de la ciudad. Pomés había oído algo sobre el golpe de mano y pedía información.

—Tú, Acosta, que parece ser que en Madrid los militares la han armado. ¿Qué hacemos?

—Bueno, chato, ¿qué quieres que te diga? La oficina de información del Ministerio de Defensa dice que no pasa nada. Que si unos locos tenían algo preparado aprovechando la ausencia del Rey. Pero ya sabes cómo funcionan estas cosas. En vez de informar a la Prensa, desinforman. Lo lían todo, ya me entiendes. ¿Con quién estás?

—Con Lupe, Ángel y dos modelos riquísimas que ha cazado Fernando Pons. Una sueca y una polaca. Tomamos copas en el bar del Marítimo. En familia, claro. Bueno, aconséjame. ¿Qué hago? ¿Me largo al pueblo con mi mujer? ¿Saco los cuartos del Banco mañana?

—No exageres, majo. Además, tú tendrías que saber mejor que yo lo que ha pasado. Te enteras de todo.

—Pero lo mío son los escándalos. Cuernos y estafas. Ecos de sociedad. De sublevaciones y golpes de mano no tengo ni puta idea.

—Pues a dormir tranquilo. Si te dejan las modelos.

—¡Qué más quisiera yo!

—De todas formas, si me enterara de algo, te llamaría a casa.

—Eso. Cuando estén los tanques en la calle. Bueno, hasta siempre. Ciao.

—Un abrazo.

Alejandro se sentía cansado. Era el suyo un cansancio interior producido por el desaliento. Durante la dictadura franquista, con la que se había negado a colaborar a pesar de las tentadoras ofertas que recibía, se había afiliado un tanto a ciegas al PC en la clandestinidad. No tardó en desengañarse. Y en el inicio de la década de los sesenta había contribuido a la organización de un Sindicato libertario en Barcelona. Contaba con la ayuda de viejos combatientes, veteranos que hablaban de Durruti como se habla del vecino de enfrente. Eran personas tenaces e ilusionadas. Hablaban constantemente de la guerra civil, de oscuras traiciones en el seno de la Sindical, de venganzas. Contaban horrores del fascismo. Todos habían estado en la cárcel o en el exilio. O habían conocido ambas situaciones. Los había incluso que habían sido internados en los campos de exterminio de los nazis.

En las reuniones que celebraban en la clandestinidad, donde podían, Alejandro se preguntaba qué méritos personales tenía él para compartir la confianza de aquellos luchadores anónimos, que le habían abierto los brazos. Nadie le había preguntado por su pasado, aunque él confió al viejo Andrés lo que había sido su vida. Andrés, un hombre sincero, convencido del credo libertario, había formado parte del célebre Consejo de Aragón y había sido íntimo de Ascaso. Era alto, seco y fuerte como un roble, y en su angulosa cara sorprendía el brillo juvenil de sus ojos claros.

Fue Andrés quien desvaneció sus aprensiones sobre su educación época de afiliado al Frente de Juventudes y, más tarde, en la Universidad, al SEU. Alejandro empapó su espíritu soñador del pensamiento de los clásicos del anarquismo. A fin de establecer comparaciones, leyó también a los grandes maestros del marxismo y del socialismo. Lo mismo hizo con los historiadores de mayor credibilidad de la guerra civil y con los libros de memorias que aparecían en el mercado, especialmente los que publicaba Ruedo Ibérico. Fruto de aquellos intensos estudios fueron varios cientos de artículos y algunos libros que publicó sobre el tema.

Cuando el primer Gobierno Suárez legalizó a la CNT, lo celebraron en el Sin di, cato con tinto y cacahuetes. La sala de reuniones se llenó aquel día. Entre las caras desconocidas que había, que no eran pocas, destacaba la de un hombre voluminoso de mandíbulas cuadradas y cuello de toro. En un momento dado, el hombre se acercó a Alejandro y le dijo sin más que lo que allí se celebraba era el entierro de la CNT. «El anarquismo es como los árboles —dijo mirando al techo—. Igual que las raíces, necesitan de la oscuridad de la tierra, el verdadero espíritu libertario necesita de la clandestinidad para que la doctrina se sustente. Para que arraigue con fuerza y florezca en el corazón con limpieza. Ahora los que vengan buscarán un carnet que les permita reivindicar sus intereses laborales. Y si en otro sitio se lo dan con mayores garantías, por ejemplo en Comisiones, se largarán allí.»

Alejandro recordaba ahora las palabras de aquel compañero sin nombre. Lo que había pasado después, no sólo en la CNT, sino en los partidos de izquierda, era de todos sabido. Año tras año, mientras la derecha avanzaba y se fortalecía, el militante de base acusaba un cansancio que pronto se convertiría en desaliento. Los delfines del franquismo seguían en el poder disfrazados de demócratas. Suárez, con gran habilidad, había conjurado el peligro de la lucha sindical en la calle y la había llevado al Parlamento, donde tenía asegurada la victoria. Más tarde, el pactismo de comunistas y socialistas había hecho el resto.

Se tumbó vestido en la cama y cerró los ojos. Como venía sucediéndole desde siempre, seguía sin encontrar su sitio. Los hombres que había conocido en el Sindicato, sus compañeras, tenían su mundo. Se habían criado en barriadas obreras, entre la falta de espacio, la miseria y el desprecio o la compasión de los de fuera del gheto. Quizás algunos de ellos, siendo niños los dos, le había visto paseando de la mano de Beatriz, bien vestido y bien alimentado, y le había odiado. Todos habían sufrido la irritante arrogancia del patrón, sus cambios de humor, su egoísmo cerril a la hora de la queja legítima, cuando un hijo tuberculoso se moría por falta de alimento o cuando la enfermedad mataba lentamente a la mujer y el jornal no daba para medicinas. Tal vez más de uno había tenido en su familia mujeres o niñas seducidas por el patrón, a quien la amistad con curas y magistrados le salvaba de cumplir debidamente con el compromiso de honor. Tenían, pues, motivos para luchar, formando un frente común contra el de sus opresores. Pero Alejandro no estaba en el caso de ellos. El medio burgués de que procedía le impedía sentir el odio de clase que transmiten los genes a través de las generaciones.

Por otra parte, entendía que proclamarse marxista y vivir como un burgués, sentir como él, constituía una traición a la propia dignidad y a la idea. Y era lo que veía a su alrededor.

Lo que había sucedido, a su parecer, era que la mentira había caído sobre el país como una plaga bíblica. Era una mentira de signo distinto, y opuesto, a la del fascismo franquista, aunque no por ello dejaba de ser una mentira más. Poco después de la muerte de Franco había empezado una nueva andadura política a la que todo el mundo tenía que ajustar su paso si no quería ser tachado de reaccionario o de fascista. Había que sentir, respirar y expresar los conceptos absolutos impuestos por los teóricos del marxismo internacional. Comenzó, pues, el dominio de la frase de signo materialista, a veces cínica, irónica o desgarrada. En los artículos de la nueva Prensa, a través de los libros, los intelectuales mimetizados con las izquierdas impusieron un lenguaje nuevo al servicio de una temática que se consideraba obligatoria para cualquier escritor. Cada sector social, cada persona, sufría sin darse cuenta la influencia de la progresía intelectual en la forma de expresarse. Salvo algunas singularidades, los nuevos esnobs eran indigentes mentales. Al igual que los sábalos y las ratas marinas rodean al tiburón moribundo para despedazarle, ellos cercaban al Gran Cadáver y, no sólo se alimentaban de sus despojos, sino que habían hecho a su costa fortunas considerables. Es decir, que jugando la baza del proletariado explotado, fingiendo identificarse con sus necesidades más inmediatas, con sus aspiraciones, ingresaban de hecho en las filas del capitalismo. Es decir, se convertían en enemigos históricos del trabajador que vive al día.

Los había de todos los colores, y Alejandro conocía personalmente a muchos de ellos. Cínicos franquistas que se proclamaban demócratas desde las páginas de las revistas más progres; antiguos jerarcas de Falange disfrazados de republicanos; socialistas de cuño recién presentes en varios Consejos de Administración; el comunista con cuenta en Suiza; payasos de conciencia descolorida, de los que bailan al son de quien toca el pandero. Para que nada faltara en el muestrario, la nueva mentira tenía portavoces que confesaban sin rebozo cínicamente haber fusilado a docenas de obreros durante la guerra y presumían de liberales y antifranquistas.

Tampoco era aquél el mundo de Alejandro Acosta.

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