13
La noche se precipitó sobre la ciudad a espetaperro. El otoño madrileño, más benigno que de ordinario, invitaba a callejear. Carlos y Alejandro dieron un largo rodeo por Sol y la Calle Mayor, hasta la Plaza, para bajar luego por José Antonio. Hablaron de los viejos tiempos. En la Plaza de España se despidieron hasta la hora de cenar. Alejandro preguntó dónde podría encontrarlo, de no estar en su casa, pero Carlos le aseguró que le esperaría a partir de las nueve y media.
—Por mí no vayas a alterar tus costumbres. Fefa dijo que te reúnes con tus compañeros en no sé qué cafetería. Si te parece, paso a recogerte allí.
—Fefa es una exagerada. Ya la conoces. Yo voy a la cafetería de uvas a peras. Te espero en casa haciendo la digestión y mirando la tele.
Media hora después Alejandro entraba en el hotel donde se hospedaba María Dolores. Al abrirle la puerta de la habitación, la hermana de ésta, Teresa, no pudo contener las lágrimas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alejandro.
Teresa le invitó a pasar.
—Ahí la tiene —dijo—. Desde que se llevaron al hijo, hace ya más de dos horas, no se ha movido de esa silla para nada. Ha entrado, se ha dejado caer ahí, y parece que no ve. Ni oye. Ni siente.
Rompió a llorar.
—¡Ni siquiera me reconoce a mí!
Añadió que la había visto di médico del hotel.
—¿Y qué ha dicho?
—Que volverá. A ver si se le pasa. Le ha puesto una inyección de no sé qué y se ha ido. Sin dignarse echarla en la cama. Y yo sola no puedo.
Al ver a María Dolores inmóvil, Alejandro se alarmó. Tenía las manos agarrotadas sobre el monedero y las pupilas dilatadas.
—¿Cuánto tiempo está así?
—Lo menos dos horas.
Alejandro pidió comunicación telefónica al exterior y llamó a un amigo médico. «Esta mañana te he llamado a tu casa, pero nadie cogía el teléfono», le dijo. Explicó luego lo que pasaba y media hora después se abrazaban en la habitación de María Dolores.
El médico, Justo Ortín, era algo mayor que Alejandro y se habían conocido muchos años antes, en el pueblo. Era un hombre de estatura mediana, tez oscura y ojos claros de mirar sincero. Vestía un traje azul a rayas claras, muy finas, y llevaba una trinchera color crema. El pelo, abundante y gris, y la sonrisa un tanto infantil, le daban un cierto aire de juventud que en realidad no tenía. Era de temperamento extrovertido y el rasgo dominante de su carácter era la jovialidad.
Justo Ortín observó detenidamente los globos oculares de la enferma, mientras Alejandro le ponía en antecedentes de lo sucedido. Luego sacó de la cartera un estetoscopio y procedió a auscultarla. Poco después llamaba personalmente a una ambulancia y dejaba recado de que acompañaran a los camilleros a la habitación.
—Hay que internarla en seguida —dijo—. De momento, la echaremos tal como está. Ayúdame.
El muñeco en que María Dolores se había convertido fue trasladado a la cama. Justo consiguió estirar las piernas de la enferma, pero sus brazos seguían rígidos y tenía las manos crispadas sobre el monedero. Por un momento María Dolores parpadeó, pero no pudo reconocer a nadie. Su hermana, de pie junto al lecho, suspiraba.
—Entrar en esta habitación extraña —explicó Justo— ha sido para esta mujer como entrar en la nada. Después de separarla del hijo se ha hecho el vacío a su alrededor. Pero un vacío de campana neumática. Ahora nada tiene sentido para ella.
Alejandro murmuró:
—No tenía que haberla dejado.
—Creo que hubiera sido lo mismo. El hijo era el mundo entero para ella. El Universo. Todo. Quitárselo de golpe, me refiero a su presencia física, ha sido para ella como quedarse flotando en el espacio.
—No quiso que fuera al cementerio para evitar problemas con los guardias. Lo más probable es que no habría podido contener.
—Te repito que no debes culparte. En estos casos, la propia vida de la enferma carece de motivaciones.
—Entiendo.
Mientras esperaban la ambulancia fumaron unos cigarrillos en el vestíbulo del piso. Hablaron de los años de la guerra, en que se conocieron, y de después.
—Tú fuiste un héroe —dijo Alejandro.
—¡No tanto, hombre!
—Ya lo creo. Trabajabas para la casa y estudiabas. No sé cómo pudiste terminar el Bachiller.
—Me anularon los estudios. ¿Lo sabías? Por rojo.
—Los que hiciste en la guerra, sí. Pero tú empezaste al año siguiente. Y terminaste muy de prisa.
—Fue una dura lección. Y valiosa. Luego, en la Facultad, en Barcelona, las cosas cambiaron.
—Al casarse tu hermana —aventuró Alejandro.
—En parte, sí. Su marido me ayudó.
Alejandro miró distraídamente la horrible marina colgada sobre el sofá en el que se había sentado Justo. Temía preguntar por Marina, la hermana de Justo, después lo que había pasado hacía unos diez años. Pero no pudo resistir la tentación saber algo de ella. Sabía, además, que Justo conocía sus pensamientos.
—¿Cómo está?
—¿Te refieres a Marina?
Alejandro le miró en silencio.
—Si he de serte sincero, sigue igual que antes. Supongo que me entiendes.
—¿Seguro?
—Soy su hermano, ¿no? Y su confidente. Y, además, su médico.
Rió.
—Querido Alejandro, ni eres un mal incurable para mi hermana. Bueno, no sé exactamente si se trata de un mal o de un bien. Pero que eres algo definitivo para ella, eso sí me consta.
—Pero no repetirá aquella tontería.
Justo se encogió de hombros. Luego dijo que Marina había puesto toda su ilusión en la hija menor. Pero que cuando se casara, como ya había sucedido con la mayor, y se viera condenada a vivir sola con el marido, ignoraba cómo iba a reaccionar.
—Precisamente ahora está en casa. Lee todo lo tuyo.
Alejandro sonrió.
—No sabes lo que me gustaría verla —dijo—. Pero creo que lo más prudente es dejar las cosas como están.
—Quizá sí.
Marina. Alejandro recordaba el momento en que ella le miró desde el otro lado de la cama de la abuela moribunda. Fue en el treinta y ocho, días antes de que los republicanos conquistaran Teruel. ¿Qué había sucedido después? Aquella enfermera... ¿Cómo se llamaba? No recordaba el nombre, pero sí su cuerpo. Habían perdido juntos la virginidad. Y ella era una muchacha dulce, que había descubierto algo en él. Sin embargo, mientras la penetraba torpemente, Alejandro tenía en el pensamiento los rasgos de la cara de Marina. ¿Y luego? ¿Qué había pasado luego?
La voz de Justo le volvió a la realidad.
—¿Qué estás pensando?
—¿Cuándo nos conocimos tú y yo?
—Casi al final de la guerra. Tú venías a buscarme a casa. Para ver a Marina, no a mí.
—Pero no estaba nunca.
—Tuvimos que mandarla fuera. A un pueblo de la sierra. La muerte de la abuela la afectó mucho. Sabes que es muy sensible.
—Sí. Recuerdo ese pueblo.
—Tú no la volviste a ver hasta después de la guerra. Cuando habían fusilado a mi padre.
Alejandro murmuró:
—Sí. Iba de luto.
En aquel momento llegó la ambulancia. Alejandro se despidió de Justo y se dirigió | casa de Carlos. No cenó y durmió mal.
Al día siguiente, después de visitar a María Dolores, tomó el avión de Barcelona.