16

Elena dio un saltito y exclamó:

—¡Pues tienes que probarlo, ea!

—Pero, mamá, si es que no tengo nada de apetito. He comido en uno de esos sitios donde paran los camioneros, a la entrada de Zaragoza. Un plato de estofado que no se lo salta un gitano. ¡Así de grande!

—Es lo mismo. Tienes que probar mis rollos. Me pasé toda la tarde ayer haciéndotelos porque sé que te gustan. Achicharrada con el dichoso horno. Total, para que ahora me los desprecies.

Alejandro miró a Páez, que observaba a Elena como se observa a la niña caprichosa que insiste en hacer cómplices a los demás de su travesura.

—No se los desprecies, hombre —rió—. Mira, yo voy a tomar uno. Aunque ni me ha invitado, ni los ha hecho para mí.

Tomó un rollo pálido y azucarado de la bandeja de plata que había sobre la mesita baja, frente al televisor. Alejandro le imitó.

—¿Ves qué poco cuesta? —dijo Elena mirando a su hijo. Aquella mañana a primera hora había ido a la peluquería y, después de comer, cuando se marchó precipitadamente su cuñada Fefa a casa de la hija, se había puesto el trajecito azul eléctrico de falda plisada que tanto la favorecía. Ahora, bajo la discreta luz de la araña colgada del techo, que arrancaba destellos de colores del broche que ce— traba su escote puntiagudo, el cuerpo todavía bien formado de Elena emanaba ese discreto encanto, a un tiempo lánguido y veladamente sensual, que tienen las mujeres sin marido a las que todavía les gusta agradar.

Sostenía la tetera de metal en la mano derecha, mientras con la otra cogía una raja transparente de limón.

—El té para el abogado Páez —dijo. Y añadió—: No sé cómo no te gusta el café. Yo, es que me pirro por él. Y eso que dicen de que te quita el sueño, a mí, nunca.

Suspiró.

—Otras cosas le quitan el sueño a una.

Páez levantó la cabeza hacia ella. Sus ojos grises sonreían.

—¿Por ejemplo?

Después de ponerle delante la taza de té, Elena se sentó entre su hijo y el abogado.

—¿Por ejemplo? Que el día menos pensado le entran a una en casa y le den el susto.

Se llevó a la frente las puntas de los dedos y entornó los ojos.

—Si hubierais visto a la pobre Fefa. Cuando su marido la llamó por teléfono, se puso a morir. Y eso que no está bien con la hija. Pero es que da un miedo pensar que unos desalmados puedan atropellar a una mujer indefensa. Yo no abro a nadie que no conozca. ¡Ni pensarlo!

Hizo un amplio ademán con las manos.

—Aquí, en la finca, casi todos los vecinos han puesto cerraduras nuevas. Hasta puertas blindadas.

Páez preguntó un poco en broma:

—¿Entonces qué van a poner los Bancos?

A pesar de rebasar con mucho los cincuenta, Páez se conservaba bien. Era alto, corpulento, de gruesas muñecas y sólidos maxilares. Tenía todo el cabello, agrisado en las sienes y las patillas, y una brillante dentadura que se cuidaba mucho de enseñar. Por los gestos y ademanes, recordaba a los galantes maduros del cine norteamericano de los años cincuenta. Vestía un pantalón de lanilla gris perla, americana sport marrón a cuadros grandes verdosos y camisa blanca a rayas azules, muy finas.

Elena parpadeó.

—Sin bromas, Cayetano. Tú porque no eres mujer.

Páez miró a Alejandro y soltó una carcajada.

—Faltaría. ¿Qué te parece, las cosas que tiene tu madre?

—Quiero decir que a los hombres no os preocupan muchas cosas. Peligros, que sólo se dan cuando una es mujer. Ya me entiendes. Además, vosotros podéis defenderos. Mira, al marido de una amiga mía quisieron atracarle. De día y con sol. En plena calle. Bueno, pues él, antes de que los dos tipos que le seguían se dieran cuenta, se volvió y empezó a patadas con ellos. Hace eso de aquella serie de la «tele».

Recabó con un gesto la ayuda del hijo.

—¿Kun-Fu?

—Eso. Bueno, o algo parecido. Lo cierto es que se los dejó a los dos para el arrastre. Pero nosotras, ya me dirás qué defensa tenemos.

Alejandro sugirió que cambiara la cerradura.

—Tienes cosas de valor en casa. Sin contarte a ti, que eres lo más valioso.

Elena se enterneció.

—Gracias, hijo. Pero una cerradura de ésas vale demasiado dinero. Hablan de treinta, de cuarenta mil pesetas. ¡Un horror!

—Yo te la regalo, mujer.

Alejandro fue en busca de la pipa, que guardaba en él chaquetón de ante, y su madre lo miró con orgullo. Aunque más recio, era el vivo retrato de su padre. Llevaba el pelo discretamente largo, peinado hacia atrás, y el bigote, ancho y espeso, daba a su rostro una cierta agresividad que desmentía la mirada apacible de sus ojos negros, ligeramente saltones. Vestía un grueso jersey gris oscuro de cuello alto y unos téjanos de bajos ceñidos sobre el tubo de las botas, negras y puntiagudas.

—¡Qué hijo tengo! —exclamó Elena. Y golpeó cariñosamente la rodilla de Alejandro en el momento en que se sentaba.

Páez quiso saber cómo iban las cosas mi el País Vasco.

—De mal en peor. Aquello es una auténtica guerra civil.

—¿Y tú?

—Yo me limito a ir a mi trabajo. Por la mañana al dispensario de la Seguridad Social y por la tarde a mi consulta. Tres horas nada más. De cuatro a siete. Y el resto del tiempo me lo paso lo mejor que puedo. Allá ellos. Que se arreglen.

Se había puesto cómodo en el amplio sillón y fumaba apaciblemente, lanzando grandes bocanadas de humo al techo.

—Yo he salido muy temprano de San Sebastián —dijo—, y a cada dos por tres me paraban en los controles.

Se volvió hacia Páez.

—Pero no vayas a creer que se andan con chiquitas. Te ponen el cañón del chisme en la misma nariz. Así, tocándola. Como si fueran a metértelo por un agujero. Claro, los tíos andan muy nerviosos. Ayer les acribillaron a tres compañeros, ETA-militar, y no se fían ni de su padre. Lo que habría que haber visto hoy son los funerales. Se han celebrado en el Buen Pastor. Según la radio no ha pasado nada. Pero anoche hubo un tiroteo de no te menees.

—¿En el mismo San Sebastián?

—Sí, hombre. Muy cerca del Gobierno Civil, que por cierto está materialmente cercado por la Policía. Yo tengo el piso detrás, a unos pocos metros, y oía las castañas. Se decía que un coche había tratado de cargarse a los guardias. O que querían tirar unas granadas por los balcones. No sé.

Rió un poco sarcásticamente.

—Nosotros ya estamos acostumbrados.

Elena intervino para decir que debería marcharse de allí...

—Podrías establecerte aquí. Abrirte camino. Sabes que si te hace falta algún dinero, yo puedo vender una finca. Al fin y al cabo, todo es para vosotros. ¿Qué más da que os lo dé antes que después? Todo menos exponerte a una desgracia.

Alejandro entornó los ojos. La pipa, que tenía apretada entre los dientes, acentuaba la gravedad de sus palabras:

—No me gusta esto. Y tú lo sabes. Establecerme aquí es lo último que haría.

Desde que el padre se había marchado de casa, Alejandro no le había vuelto a ver. Temía encontrarse con él, aunque fuera por la calle, y verse obligado a volverle la espalda o a soltarle un par de frescas. Durante el tiempo que había permanecido en San Sebastián, iba ya para los dos años, había tratado de asimilar la nueva situación familiar sin conseguirlo. Adoraba a su madre, y consideraba la actitud del padre como una humillación para su mujer.

Elena dijo con voz velada por la emoción:

—Pues a mí me tienes en vilo, hijo. No lo puedo remediar. A veces me paso la noche entera sin poder pegar ojo. Sola, aquí en este piso, que cada día me parece más grande, no pienso más que cosas raras. Que si a Martita podrían ultrajarla los rojos. Porque tengo entendido que hacen eso. Se meten en los barrios de gente bien, y a la primera niña que pescan la destrozan.

Alejandro la miró.

—Los rojos, como tú dices, no hacen eso. Y que conste que no trato de defenderlos. Me importan un rábano. Como los demás. Pero no hacen eso, porque su táctica no es ésa.

—Y porque no se atreven a entrar en la «zona nacional» —terció Páez—, que es donde podrían sorprender a las jovencitas como Marta. Saben que si les pescan por allí los chavalines de Fuerza Nueva, o de Fuerza Joven, como se llamen, no podrían contarlo.

—¿Lo estás viendo, mamá? A Marta no puede pasarle nada en este sentido. Ahora, yo creo que en Madrid no hace nada positivo para ella. Para su futuro.

—Pues no hay quien la haga volver a casa.

Ahuecó la voz, como si pudiera oírla algún espía escondido debajo del sofá.

—Yo creo que tus tíos, Carlos y Fefa, tienen mucha culpa de lo que le pasa a la niña. Se la llevaron allí, y desde entonces ha cambiado como no puedes ni imaginarte. Con decirte que termina las cartas que me escribe con arribas a España y vivas al caudillo Piñar, ya está todo dicho.

Páez opinó que el sarampión político de Marta pasaría.

—Lo que es más difícil que pase es lo del País Vasco. Porque el Gobierno no cede. Y hace muy bien. Y que conste que no lo digo como militante ucedista que soy. Lo digo como español.

—Pues si no se adoptan urgentes medidas políticas, cualquier día estalla el polvorín. Eso, sin contar con que aquello está arruinado. La industria, el comercio, los mismos establecimientos, que antes daban gloria, ahora dan asco. La gente tiene miedo y cierra. O se limita a mantener las existencias sin molestarse en la renovación de stocks. La iniciativa privada ha desaparecido prácticamente. El hierro, la industria pesada, los astilleros, se mantienen a duras penas. Y como son industrias que necesitan fuertes inversiones, y una constante renovación y modernización, pues se van arruinando. Las cosas han llegado a un punto muy delicado. La prueba la tienes en las medidas que ha tomado el Gobierno con esto del referéndum. Cincuenta mil hombres armados, bien armados, con equipos de transmisión; cientos de vehículos; los helicópteros volando sobre tu cabeza. Eso es muy fuerte. Produce una tensión que, a la larga, te condiciona. Tienes la psicosis de que vives en un país ocupado. Esta mañana oía en la radio que el Dédalo y algunos barcos de guerra más navegaban por la costa de Vizcaya. Al vasco le sienta muy mal ese alarde de fuerza. Es gente noblota. Muy entera. Y se siente humillada.

—Pero ¿qué quieren los vascos?

—Di mejor qué es lo que no quieren. Esta Constitución no les va. Para ellos, empieza fallando desde la base. Se les ha impuesto. Y los tíos no tragan. Ni los vascos del exilio, ni la izquierda abertzale ni, por descontado, la ETA.

—Pero ¡qué diablos quieren! Porque yo, la verdad, no les entiendo. ¿Pretenden ser libres? ¿Que hagamos unas fronteras, que pongamos unas aduanas y les dejemos estar, como otra Andorra? ¿Creen que así estarían mejor? No lo entiendo.

Elena intervino para decir que lo que pasaba con los vascos era que estaban dejados de la mano de Dios.

—Siempre han formado parte de España —añadió—. Conque no sé a estas alturas, cuando todos los países tienden a unirse, cómo quieren ellos separarse.

—No es eso exactamente —dijo Alejandro—. Los vascos habían conseguido un Estatuto en la República. Luego Franco acabó con todo ello y les estuvo zumbando en la guerra y después. ¿Qué sucede cuando muere Franco? Que los vascos, que no habían olvidado, esperaban de las fuerzas democráticas una acción coordinada, y decente, que no encontraron.

—¿Qué esperaban?

—Bueno, todos sabemos que Juan Carlos es rey de España por la voluntad de Franco. Entre el Caudillo y el conde de Barcelona se lo guisaron y se lo comieron. Cuando pase el tiempo y la historia tenga suficiente perspectiva para ver, se sabrá hasta qué punto influyó en su hijo el conde de Barcelona.

Ella opinó que le parecía muy natural.

—Es su padre. El que ha renunciado a los derechos de la Corona por él. Tiene más experiencia.

—Se trata de eso, mamá. Se trata de que lo que podía haber sido una República Federal, en la que encajaban perfectamente los vascos, y no habría habido ningún problema, y los catalanes y todos los demás pueblos y culturas de España, fue una monarquía franquista, centralista y parlamentaria. Y aquí es donde viene el gran deseo— canto de los vascos. Su resentimiento con las fuerzas democráticas. ¿Qué ocurrió cuando Franco todavía estaba caliente? Que las derechas, los suyos, los de siempre, se apresuraron a que el Rey jurara. Todo el mundo estaba muerto de miedo en España. Unos y otros. Y, claro, cuando el Rey juró se perdió la posibilidad de un Estado republicano, que era en definitiva el que se había cargado Franco. Era el Estado al que se había de volver muerto él.

—Demasiado complicado para mí, hijo.

—No. Una monarquía parlamentaria, sobre todo cuando la mayoría de los parlamentarios proceden del antiguo Régimen, porque las izquierdas no tenían líderes, una monarquía parlamentaria no admite de ningún modo el federalismo que hay implícito, en cierto modo, en las autonomías. Es un contrasentido. Los vascos, pues, tenían que seguir estando sometidos al centralismo de siempre. Con tapujos y con engaños, podían y pueden conseguir un Estatuto, digamos de papel. Folklórico. Pero los fuertes intereses materiales, las minas, las industrias pesadas, los astilleros, la navegación, todo, seguía controlado por Madrid y por media docena de familias. Y si no pasaban por el aro, tenían, además, unas fuerzas represivas que obedecían a Madrid, no al Gobierno vasco. Es el palo y tente tieso. Por eso piden que se vayan. ¿Vas comprendiendo?

Páez intervino para decir que la República siempre había sido un fracaso en España.

—Las dos que tuvimos acabaron como el rosario de la aurora.

—No acabaron, amigo Cayetano. Las hicieron acabar. Dos generales, Pavía y Franco, se las cargaron contra la voluntad de los españoles. Tampoco hay que caer en el tópico de siempre. Pero, volviendo a lo que íbamos. Los vascos, el pueblo y el Gobierno en el exilio, se sintieron vendidos por la derecha y traicionados por los líderes de las izquierdas. Carrillo y Felipe González cayeron en la trampa del cambio. Por miedo o por ignorancia. No sé. Quizá por las dos cosas. Si ellos se hubieran plantado y hubieran movilizado a sus gentes, en esas pocas horas que iban desde la muerte de Franco a la jura del Rey; si hubieran reclamado entonces, cuando era tiempo, un Estado republicano y federal, parecido al del treinta y uno o, al menos, hubieran exigido un plebiscito a la Monarquía, todas estas cosas que pasan ahora en el País Vasco, y que nadie parece entender, no estarían pasando.

Hizo una pausa.

—Os digo esto, porque es lo que se ve. Es lo que hay. Ni más ni menos. Pero a mí, en el fondo, el problema ni me va ni me viene. Me simpatiza el vasco. Sencillamente. Tiene hombría de bien, y no consiente, como consienten los catalanes, por ejemplo, que les maneje nadie. Porque ese Tarradellas, con el que ahora parecen estar contentos los catalanes, acabará defraudándoles. Poco a poco, se pondrá al lado de los de Madrid. Y es natural.

Páez denegó.

—Me parece que ahí te equivocas. Es un gran catalán. Un buen patriota.

—Hay razones biológicas. Tarradellas es un anciano. Como buen político, con los años que tiene, está desengañado de la política. Eso es evidente, porque él no es tonto. Lo que él trata de evitar a toda costa es que su pueblo se mate. Que pasen cosas como las del País Vasco. Que surja una organización parecida a la ETA y que empiece él terror en Cataluña. Pretende sostener las riendas, de forma poco democrática, y pasar a la Historia como el Presidente fuerte de una Generalidad de tránsito. El hombre hábil. El que pone con mucho cuidado la primera piedra, el que sabe navegar en estas aguas turbias de intereses catalanes, que el catalán de hoy lo que quiere es vivir tranquilo, y medrar, y lo que menos le preocupa de hecho es la verdadera independencia de su país. Me refiero a la independencia total, como Estado federado, la que reclaman los vascos para sí. No sé que nadie aquí, en Cataluña, me refiero al ciudadano de a pie, se haya dado cuenta aún de que las fuerzas de orden público, podían ser fuerzas de ocupación. Los vascos lo saben. Todos. Hasta los niños que van a la escuela. Ésa es la gran diferencia entre unos y otros.

—¿Entonces, qué solución le ves tú al problema? —preguntó Páez.

Alejandro se encogió de hombros. Dijo que no era de su incumbencia buscar soluciones, pero que los vascos no iban a aflojar.

—Seguirán en la brecha. Y seguirán cargándose a la gente, sin hacer gran caso de la cháchara de los parlamentarios.

Elena terció:

—Pero eso de matar impunemente, hijo mío, eso es una crueldad. ¿Qué culpa tienen las pobres víctimas? ¿Y sus familias? Cuando pienso en estas cosas me horrorizo. No sólo se falta a la ley de Dios, sino a la de los hombres. ¿Qué digo hombres? Ni los animales se matan entre sí de esa manera. ¡Ay, no quiero seguir escuchándoos!

Elena recogió el servicio y se fue a la cocina.

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