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Asistía al descubrimiento del carácter del menor de sus hijos y se culpaba de lo poco que sabía de él. No podía ser de otra forma. Su mundo, el mundo de Alejandro Acosta, era distinto al de su familia. Ambos quedaban muy alejados. El no era, nunca lo había sido, el padre de carne y hueso que comparte con los hijos la vida en casa. Se había quedado en símbolo. Era la figura un tanto idealizada del señor que se manifiesta en unas cuantas cartas llenas de consejos y que, de repente, aparece ante los suyos glorificado por la lejanía como un pequeño dios. Era por unos días el aroma del tabaco habano, el sonido de una voz, la presencia que impone, el mago que llena la casa de regalos más o menos costosos. Luego, cuando se iba, todo se transformaba en eco, en añoranza, en proyectos. La larga espera reconvertía al que empezaba a ser hombre de carne y hueso en el mito de siempre.
Ni conocía a sus hijos ni los hijos le conocían a él. No sabían de sus pequeños egoísmos. Encontraban muy natural que se hiciera las camisas a medida en Ripoll, mientras Beatriz daba la vuelta al abrigo de Juan para que lo llevara Carlos y que, a la temporada siguiente, lo acortara para que se lo pusiera Tito a diario. Les parecía justo que tuviera tres trajes y media docena de sombreros, y que guardara en su camarote los cuellos duros por docenas, mientras daba a Marta y a la mujer el dinero justo para vestir con decoro, pero sin la alegría con que lo gastaba él. Por ejemplo, en el abono de sombra que pagaba en la Maestranza de Sevilla desde que había empezado a navegar. En los palcos que compraba, y a los que invitaba a los armadores y a algunos compañeros, para ver a la Xirgu. Ellos ignoraban, por ejemplo, que el primer duro que cantaba sobre el mármol del mostrador a la hora del aperitivo era el de Alejandro Acosta. Ni que tenía en su camarote una moderna radio «Concertón» que le había costado una fortuna, mien, tras que en casa Beatriz no les dejaba tocar el gramófono «de papá» para que no lo estropearan.
Lejano, inaccesible, completamente al margen de los pequeños problemas que plan, tea a diario el hogar, Alejandro había descargado sobre los hombros de su mujer la responsabilidad de educar a los hijos. Jamás había pegado una bofetada a ninguno de ellos. ¿Cómo podría, si los pocos días que estaba en casa se portaban todos tan bien? El castigo, la bronca, eran cosas de la mujer. Él se sentía muy a gusto en su pedestal de buda lejano, a quien únicamente se le reservaban las decisiones graves. Unas decisiones que, por lo general, se encargaba su mujer de tomar por él.
Y todas estas cosas las sentía como un remordimiento.