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El resultado de las elecciones de febrero fue el triunfo aplastante del Frente Popular en toda España. Las manifestaciones de júbilo recorrían las calles de Madrid vitoreando al Frente Popular y a la República y exigiendo la libertad inmediata de los presos. En una de ellas, la de la calle de la Princesa, mientras los guardias de Seguridad discutían con los manifestantes si podían seguir o no, pasó un coche a toda velocidad desde el que se efectuaron varios disparos sobre la muchedumbre. Hubo un muerto y varios heridos. Era un lunes, diecisiete de febrero.

Aquella misma mañana, sobre el mediodía, Juan se reunía con unos compañeros desconocidos en un piso del viejo Madrid. No le gustó aquella gente. Uno de ellos, Ángel Velarde de Cobos, explicó detalladamente cómo había caído una de las víctimas. Lo hizo riéndose, histrionizando. Imitaba grotescamente los gestos del herido, primero de sorpresa y más tarde de dolor.

—Cayó de rodillas, el hijo de su madre —dijo—. Como si fuera uno de esos morlacos que mata Gaona de un bajonazo descolgado. Igual.

Un rubito medio calvo de dientes podridos, un tipo enclenque recién llegado de Valladolid, tiró su pistola sobre la cama.

—Luego la limpiaré —exclamó. Y se volvió hacia Juan—. Tú que eres de aquí, ¿sabes dónde hay una casa de putas?

Juan le replicó que no podían abandonar el piso.

—Son las órdenes que tengo. La Policía está revolviendo todo Madrid.

—¡Pero si a mí no me conoce nadie aquí!

—Es igual.

El rubito se tumbó en la cama refunfuñando y procedió a desmontar la pistola.

—La que se ha armado en la Puerta del Sol —dijo descalzándose—. Y esta tarde piensan volver a manifestarse. En el Gobierno hay mar de fondo. Se dice que Pórtela ha dimitido. Y es muy posible que se decrete el estado de alarma.

Juan dijo que todavía no comprendía la derrota de las derechas.

—Estaban seguros de ganar.

—¡Qué más da! En el fondo, todo esto favorece a nuestra causa. La fortalece.

Ángel Velarde opinó que donde ellos tenían que estar era en la calle.

—Escondernos aquí es una barbaridad. Ahora, ahora es el momento de armarla. Si seguimos con la táctica de la confusión, lo más probable es que algún sable gordo se líe la manta a la cabeza. Escondidos aquí corremos el riesgo de que los polis nos cacen como a conejos en la madriguera.

Juan tuvo que imponerse para evitar que los más exaltados salieran del piso. Después de tomar un bocado de pan con chorizo, que se había traído el rubito de Valladolid, salió a dar una vuelta con Gazapo. Las calles del centro bullían de gente, que se canalizaba hacia la Puerta del Sol. Se decía que los presos de la Modelo se habían sublevado y lo estaban rompiendo todo. Frente al «Falace», donde se hospedaba Pórtela, un nutrido grupo de manifestantes exigía la dimisión del Presidente del Gobierno.

Después de echar un vistazo por Alcalá y la Puerta del Sol, donde los manifestantes seguían pidiendo la amnistía general, Juan decidió volver con los falangistas escondidos en el piso de Príncipe. Ya en el tranvía, dijo a su compañero.

—Tampoco es esto, Gazapo. No se puede matar a la gente así por las buenas. Impunemente.

Gazapo le miró con cierto desprecio.

—Pues la función no ha hecho más que empezar.

Durante el resto de febrero y los meses de marzo y abril, Juan repartía su tiempo entre las reuniones de urgencia, algunas de las cuales se celebraban en tabernas y bares, y el piso que servía de refugio a los escuadristas del SEU. A veces desaparecían unos cuantos, para volver, al cabo de un tiempo, y se marchaban otros. Casi todos ellos se caracterizaban por su apasionamiento. Todos rendían una especie de culto a la violencia, cuyo símbolo viviente era el Führer de los alemanes y las organizaciones paramilitares al servicio de la ideología nazi. Seguían, como ellos, la táctica de la provocación, a fin de evitar por todos los medios que el Gobierno del Frente Popular consiguiera la normalización de España. Aunque las agresiones iban especialmente dirigidas contra los comunistas, por lo que Juan desechó la tentación de buscar a Lolita, no por ello se libraban los líderes de los restantes partidos de izquierdas.

El doce de marzo, muy de maña: recibió la visita de Gazapo en la pensión de la calle San Bernardo, donde seguía hospedado. Gazapo le quitó las mantas de un tirón y le dio una palmada en las nalgas.

—Tú, arriba —le dijo—. Tenemos faena.

Juan se restregó los ojos.

—Nos ha tocado —siguió diciendo Gazapo—. Hay que liquidar a Jiménez de Asúa.

—¿Por qué?

—Será un golpe para los de FUE. Te advierto que hay voluntarios. De Derecho. Uno de ellos es Orteguita.

Mientras esperaba a la víctima, pensó en Lolita. Le temblaba la mano en el bolsillo de la americana, a pesar de que se había hecho el propósito de no tirar a dar. Fue en unos segundos. Los dos hombres que salían del portal iban confiados. Uno de ellos, el de atrás, cayó a los primeros disparos, pero el otro se tiró al suelo, evitando así que lo mataran.

Por tarde se supo la noticia. El muerto era un policía escolta del diputado socialista. Se supo, además, que habían detenido a Orteguita y a José Antonio, acusado del uso de armas de fuego sin licencia. Tres días después, en represalias por la detención del jefe, Ángel Velarde vaciaba el cargador de su pistola ametralladora sobre uno de los balcones de la casa de Largo Caballero, en la calle de Viriato. Fue una acción personal.

Sin la presencia de José Antonio, y con algunos de los más destacados miembros de la Junta Política encarcelados, los grupusculos de falangistas se dispersaron. No obstante lo cual, continuaron las agresiones. A principios de mayo, Juan decidió hacer un viaje a su pueblo. Alegó la necesidad de inspeccionar a la Falange Local, organizada por él y, de paso, visitar a su madre, que no andaba bien de salud.

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