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Beatriz escuchó la pregunta que le hada Emerenciano al marido:
—¿Qué se dice por ahí de política?
—Mal. Muy mal.
—¿Tú crees?
—El país va por unos derroteros muy peligrosos. Huelgas, manifestaciones, atracos, asesinatos... El Gobierno no tiene autoridad. Ese Largo Caballero no hace más que excitar a los trabajadores. Es un mal bicho. Por muchos cuarteles que visite d Rey, los militares no le perdonan su debilidad. Su frivolidad es conocida de todos. Ya no te basta con d escándalo con esa Carmencita Ruiz, la mujer de Gaona, el torero, que tiene dos hijos. Se va detrás de una escoba. Claro, los militares están nerviosos. Ya ves lo que ha pasado con ese loco de Franco. Tú sabes que hace días dijo en unas declaraciones a la Prensa que él era republicano y que deseaba la caída del Rey.
Emerenciano asintió.
—Esto es grave —siguió Alejandro— precisamente porque Franco, por muy loco que esté, es un militar de prestigio. Y un héroe nacional. Todo un personaje. Aquí y en el extranjero.
Hizo una pausa.
—Supongo que sabrás que Mola lo metió en prisiones militares.
—Incomunicado sí.
—Eso es. Pues el día 14, cuando se le levantó la incomunicación, fueron miles de personas a visitarlo a la cárcel. Eso es una gran bofetada a las autoridades militares. Porque eran personas de campanillas. Y hace poco, ya sabes, se ha evadido. ¿Cómo se explica una evasión así? ¿Quién le ha ayudado? ¿No será que el mismo Mola se está haciendo el tonto? ¿El propio Berenguer? Porque, además, y para mayor inri, la Policía no lo encuentra. No dio con él en un Madrid que se conoce como la palma de la mano. Ahora empieza a hablarse de una nueva intentona.
Emerenciano suspiró. Dijo:
—Yo creo que la República vendrá por sus propios pasos, no de la mano de un puñado de conspiradores Caerá como cae la breva madura.
Rió nerviosamente.
—Ya sé que no piensas como yo. Pero creo que es la única solución. Está todo muy sucio. España huele mal. La gente ha perdido la vergüenza. Los políticos son unos monos, que sólo piensan en trepar. No tenemos estadistas. Berenguer, Mola, Sanjurjo, son unos reaccionarios. Y el Rey es un pobre diablo. ¿Qué soluciones hay cuando, además, están los parados, y la gente del pueblo no puede vivir? La República.
Alejandro opinó que la cosa no era tan sencilla.
—Largo, Prieto, Besteiro y compañía, envenenan al trabajador. Prometen cosas que nunca les podrán dar. Les dicen que se organicen, y claro, lo estropean todo porque van minando el principio de autoridad. Mira, aquí mismo, a bordo, sé que funcionan comités revolucionarios.
—¿Aquí?
—Sí. De momento no tengo problemas. En Canarias, no hace mucho, con motivo de un plante, reuní a mis hombres. Llevaba a bordo un catalán, un tal Baró, creo que anarquista, que me soliviantaba a la gente. Les dije que en el barco mandaba yo. Que no toleraba más autoridad que la mía, porque el único responsable de a bordo era yo, no ellos.
—¿Y qué?
—Me dejé al tal Baró en Tenerife y di parte a la Compañía. Desde entonces los tengo como corderitos.
—¿No crees en la eficacia de los Comités de Trabajo? Eficacia para los trabajadores, se entiende. Bien mirado, Alejandro, tú también eres un trabajador. El dinero lo gana la empresa. Ese don Pondo. O quien sea.
Alejandro explicó su punto de vista. Empezando por el firmamento y terminando por el último de los hormigueros, resultaba evidente que todo se regía por un orden. Los humanos, mejor o peor, se debían por encima de todo a su orden, el orden social. Tal orden estaba regulado por las leyes. Y mientras las leyes no cambiaran, él no admitía que otros señores pusieran en entredicho su autoridad a bordo.
—Además, los Comités son una tapadera. Debajo de ellos hay algo más. Algo siniestro. No quiero hablar de la Rusia bolchevique. Ni del marxismo. Pero lo que sí puedo decirte, porque lo veo todos los días, es que ese algo maligno de que te hablo se lee en la mirada del marinero. Es algo que se masticaba.
—Vosotros, los republicanos, lo veis de otra forma. En el fondo sois unos idealistas. Utópicos. Confiáis en los intelectuales. En vuestros intelectuales. Sin embargo yo opino que son teorizadores. España necesita en estos momentos una mano dura, no monsergas. ¿No has leído el último artículo de Ortega y Gasset? Por ahí lo tengo. Le recorté de El Sol para dártelo.
Revolvió unos papeles pero no pudo dar con él. En cambio, encontró un libro, que le dio a Adell.
—Léelo. A ver si te gusta. Me lo ha dedicado su autor. Dejaron la política cuajado Beatriz se reunió con ellos.