11

La tarde del catorce de julio, la familia Acosta recibió en «El Mirador» a los hermanos Cabanes. Como tenían visita anunciada para el atardecer, a Beatriz le había sobrado tiempo para disponer en el cenador del jardín la merienda. Más tarde, cuando cayera el sol, se trasladarían a la explanada, bajo los pinos, donde Sunta había puesto los sillones de mimbre, el velador y el mueble del gramófono grande.

Cuando el «Buick» de los Cabanes se hubo anunciado con tres bocinazos cortos, Vicente abrió el portón de hierro que daba acceso a la finca. Haciendo crujir la grava bajo los neumáticos, el coche entró en línea recta hasta el fondo, donde estaban los gallineros. Lo conducía Luis, el menor, envarado al volante. Iba a su lado su hermano Pedro. Antonia, que sonreía a Marta moviendo alegremente los dedos, ocupaba un asiento trasero.

Los Cabanes representaban a una extraña casta, mezcla de hidalguía rural sin dictado y de alta burguesía entroncada con las profesiones liberales más cualificadas. Contaban entre sus antepasados con un magistrado del Tribunal Supremo y un coronel de Intendencia, cuyos retratos al óleo colgaban en el salón del palacete-fortaleza que habitaban a la salida del pueblo. La madre, ahora viuda y paralítica, les había educado en los mejores colegios de Valencia. Y ellos, que sin ser exactamente unos esnobs, no les andaban muy a la zaga, presumían de hacendados con clase, en lo que les ayudaban los tíos, Alfredo y Luis, abogados ambos sin ejercer, caciques y alcaldes turnantes en el Ayuntamiento desde antes de la dictadura de Primo de Rivera. Dirigían el Partido Agrario local.

El mayor de los Cabanes ayudó a su hermana a bajar del coche. Se veía más alto con el traje claro cruzado. Llevaba camisa blanca, de cuello abotonado en las puntas, y corbata de vivos colores. Calzaba zapatos blancos de lona con puntera y talón de cuero rojo. Se abanicaba con un jipi color barquillo.

Avanzaron con cierta solemnidad hacia el grupo formado por Beatriz y su dos hijos mayores. Marta pasó revista al traje de seda cruda de Antonia. Lo comparó mentalmente con el que vestía ella, un fresco color hueso a rayas oscuras sin mayor complicación. El de Antonia, por el contrario, tenía solapas puntiagudas y lo abrochaba delante con grandes botones de pasta azul, a tono con el cinturón, que prometía una cadera escurrida. Llevaba unos zapatos crema de medio tacón sujetos al empeine con vira de charol taladrada, y se tocaba con una pamela rosa de anchas alas. Sus dedos, más bien huesudos, jugueteaban con el varillaje de nácar calado del abanico que solía llevar en las visitas de cumplido.

Los recién llegados hablaron del calor. Luis, el menor de los Cabanes, se incorporó después. Era un hombrecillo regordete que se esforzaba en aparentar la distinción que le había negado la Naturaleza. Quienes habían conocido a su padre aseguraban que Luis era su vivo retrato. El traje, un fresco color tabaco, y la camisa a rayas azuladas, de cuello arrugado, acentuaban su aspecto de rustico disfrazado de señor.

Después de ponderar las vistas de la finca pasaron al cenador. Beatriz, que se había puesto un discreto estampado de tonos grises, prometió visitar a la madre de los Cabanes.

—La verdad es —dijo disculpándose— que sólo hemos salido de aquí un par de veces. Esto es grande, y teníamos que adecentarlo un poco.

—Mamá les quiere mucho —repuso Antonia—. A todos. Aunque su ojito derecho es Marta. Dice que es alegre como un cascabel.

Juan tomó la pamela de Antonia y la colgó en la percha del vestíbulo. Aprovechó la ocasión para refrescarse la cara en la cocina, donde esperaba Pilar con los brazos cruzados sobre el peto del almidonado delantal. Estaba nervioso.

En seguida que se reunió con los demás en el cenador, Pedro Cabanes le ofreció un cigarrillo en una pitillera de piel color vino

—Son «camel» —explicó—. Me los trae de Ceuta el hijo de un arrendador. Va embarcado en un pesquero.

Añadió riendo que el «camel» únicamente podía fumarse en verano.

—Es refrescante. Yo sostengo que el tabaco es como las personas. Las hay que sólo pueden tratarse cuando hace frío. Con la chimenea encendida. Otras, en cambio, le ayudan a uno a pasar los calores.

Marta pensó que, en aquella ocasión, les había correspondido hacer el papel de refrigerador de Pedro Cabanes. Dejó escapar una risita impertinente. En cambio Juan replicó con sequedad que también había personas intratables, cualquiera que fuese la estación del año.

La tensión que se produjo, y que notaron todos excepto Pedro, se disipó cuando Luis dedicó sus elogios al cenador.

—Realmente se está muy bien aquí —dijo paseando la mirada por la tupida enredadera, cuyas flores empezaban a abrirse con el fresco de la atardecida—. Yo os doy mi palabra de que, si viviera en esta casa, no me movería de este sitio. ¡Hasta morir aquí debe de ser una delicia!

Ignoraba Luis que unos pocos años después tendría que morir escondido entre el follaje de aquella enredadera.

Beatriz dijo:

—Os he hecho granizado de limón. Y horchata de chufa. Diré a la chica que nos lo traiga. |Os parece?

La mesa auxiliar, dispuesta junto al velador, no tardó en verse llena de bandejas con roscos azucarados, madalenas y mantecadas de elaboración casera.

Marta sirvió los helados. Trasvasaba el líquido directamente de las heladoras, prendiendo la garapiña de las paredes con la punta de un cucharón de madera, a unos vasos altos y cilíndricos de gruesas paredes. Se habían animado todos. Incluso Luis, a quien difícilmente abandonaba el complejo de inferioridad, charlaba alegremente.

Bromearon con Carlos y con Tito, que merendaban muy tiesos con los mayores. Hablaron de amigos comunes. Pero se refirió a cierta familia argentina recién llegada al pueblo, que escandalizaba a las personas de cierta edad con sus costumbres.

—Es una gente muy rara —declaró—. Tres muchachas jóvenes y una recua de hermanos. De todos los tamaños. Han alquilado una casucha en el arrabal y la han llenado de almohadones y cojines. Yo pienso que es porque no tienen muebles. Se hacen llamar de una forma muy rara y se visten con indecencia. Especialmente ellas. Además, allí todo el mundo fuma. El mate y el cigarrillo no pueden faltar. Todo el mundo bebe. Y se relacionan con lo mejorcito. ¡Incluso con los solteros más cotizados del pueblo!

Miró a su hermano con sorna.

—Conozco a más de un pollo pera que se pasa las noches enteras allí. Claro, los obsequian, por si las damitas pescan alguno. Y como todo el mundo se sienta en el suelo, y ellas van ligeritas de ropa, ya sabéis, la moda charlestón, pues tienen mejores vistas que en «El Mirador».

Luis carraspeó. Aseguró que él sólo había ido un par de veces.

—Por simple curiosidad. El que no sale de allí es Linares. Se pasa la noche cantando tangos. Gardel, Irusta, Fugazot y Demare... ¡Conoce todo el repertorio!

—De día, en cambio, mitinea a los obreros —añadió Pedro—. Supongo que sabéis que ya no estudia. Ahora milita en la UGT.

Marta exclamó:

—¿Linares? ¡Pero si no salía de la iglesia! Además, tiene una planta de cura que no puede con su alma.

—Pero si toda su familia es de derechas —terció Beatriz—. Personas de orden. Monárquicos de toda la vida. A su madre le habrá sentado muy mal eso que contáis.

—Es la mujer más beata del pueblo —rió Luis—. Dicen que cree que su hijo está endemoniado. O que le han dado algún bebedizo.

Juan preguntó cómo reaccionaban las personas decentes frente a aquella oleada de inmoralidad y de ateísmo.

—Me refiero a los monárquicos de siempre. Aquel Manolo, el hijo del juez de Instrucción. ¿También se divierte con las argentinas?

Pedro repuso que los monárquicos del pueblo se habían esfumado.

—Los amos son ahora los tipos más pintorescos que te puedas imaginar. El Alcalde, un tal Martín, socialista, acaba de salir de la cárcel. Delitos políticos, pero vaya usted a saber. Está también Martínez, un fotógrafo enano que cuenta chistes verdes. Ése es comunista. El Canuto es anarquista. Vendía helados con un carrito, pero desde la proclamación de la República ha mejorado. Ahora tiene un puesto en la playa.

Hizo un gesto despreciativo.

—Con gente así, ya me diréis dónde va la República. Y resulta curioso que prediquen que lo que el pueblo necesita es cultura. Han creado no sé cuántas escuelas. Hasta en el campo hay escuelas ahora. Y lo que ellos llaman Ateneos, Casas de Cultura. Todos van con un libro en la mano.

Mientras Beatriz y su hija enseñaban a Antonia el jardín, ellos dieron un paseo por los alrededores de la finca.

Pedro comentó:

—La verdad es que en las últimas elecciones hemos hecho el ridículo. Por cierto, hoy, a estas horas más o menos, se estará reuniendo el Parlamento. Ya veremos qué clase de enjuagues hacen allí. La Constitución que van a parir entre todos. Si, antes de aprobarla, Maura ha expulsado al cardenal Segura, la última persona decente, y valiente, que teníamos; si Azaña dice que España ha dejado de ser católica y se propone triturar al Ejército; si se destruyen los dos pilares más sólidos, que son la religión y el Ejército, ya me diréis qué puede esperarse de la futura Constitución.

Luis opinó que las derechas y las fuerzas monárquicas deberían unirse al Ejército y actuar para que el Rey volviera antes que fuera demasiado tarde.

—Aquí no hace falta ningún Rey —cortó Juan—. Necesitamos una mano dura. Un jefe. Los tiempos han cambiado. Los países que recuperan su dignidad histórica, los que han salvado su economía, Italia por ejemplo, tienen un hombre fuerte en el poder. ¿Qué es el Rey de Italia al lado del estadista Mussolini? Un figurón de guardarropía.

Pedro le miró intrigado.

—¿Otra dictadura? —preguntó.

—Y dale. No es eso. Lo que España necesita es el hombre providencial. Si es militar, mucho mejor. No se puede andar a cañonazos con la gente como hace el Gobierno de la República. Ni se pueden perder miles de horas de trabajo con las dichosas huelgas. Hay que recuperar, además, la conciencia histórica. Pero para llegar a eso precisamos una mística que nos hermane a todos por igual. A ricos y a pobres. A obreros y a intelectuales. Hace falta una doctrina. En Madrid se ha lanzado no hace mucho un manifiesto titulado La conquista del Estado. Os lo dejaré. Lo firma un muchacho, Ramiro Ledesma, creo que zamorano. Se proclama antiliberal, pero no simpatiza con las monarquías. Son sistemas viejos. Periclitados. Él sigue, en parte, la línea hitleriana, en cuanto a la organización de un partido nacional-sindicalista. No nacional-socialista como el alemán. Por otra parte, tiene algo del fascismo italiano.

Habían llegado al final del camino del puerto. A aquellas horas, caída la tarde, reinaba una gran quietud. El aire estaba inmóvil y la piel del mar adquiría una vaga apariencia lipoidal. Por lejanos que fueran, los ruidos les llegaban precisos. El labriego que parte leña a golpes de hacha o el perro que ladra en la lejanía, revelaban su presencia viva, como si estuvieran allí mismo, junto a ellos, con los golpes precisos del hacha y los ladridos del animal. De vez en cuando se cruzaban con un pescador vestido de mahoncillo azul. Todos llevaban subidos los bajos del pantalón a media pantorrilla e iban descalzos. Tenían la piel del rostro oscura y requemada, con profundas grietas en la frente. Los pescadores se hacían a un lado en el camino. Era un movimiento reflejo, quizás instintivo. Saludaban, si es que lo hacían, sin levantar la vista del suelo y se perdían a espaldas de los paseantes dejando en el aire la vibración del tranco seco. Era un rumor sordo que se iba apagando a medida que el pescador se alejaba.

Regresaron en silencio. Pedro, que se había adelantado, se volvió para esperar a su hermano y a Juan.

—¿Qué te parece si nos reuniéramos con Manolo y los demás en casa? —preguntó a éste—. Estudiaríamos lo que has dicho. Tú podrías traer el manifiesto de ese chico de Zamora. Lo comentaríamos.

Hizo una pausa, y los pasos de los tres resonaron en el hueco que dejaba el margen y el muro trasero de la casa de Juan.

—Podríamos organizamos aquí —continuó—. Oponer un frente a esta gente. ¿Eh?

Juan repuso que la labor era tan importante en los pueblos como en las ciudades.

—Yo me iré a últimos de setiembre a Madrid —dijo—. No sobraría que los que os quedáis os sintierais unidos por la nueva idea.

—¿Qué tal una reunión a primeros de agosto? —propuso Pedro.

—Mejor antes. En agosto viene mi padre.

Pedro miró a su hermano.

—¿Qué opinas tú?

—Podemos intentarlo. Cuando tengamos fecha —dijo mirando a Juan—, yo mismo vendré a buscarte en el coche. Te ahorrarás la caminata.

Se estrecharon las manos antes de entrar en «El Mirador».

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