8
Juan Antonio Llauder estaba en su ataúd. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza ligeramente ladeada. Un sólido esparadrapo sujetaba los pedazos de su cráneo. Alejandro cerró los ojos. Su hermano Juan, tan infinitamente alejado en el tiempo, estaba allí. Lo estaba viendo, con la trinchera puesta y el grueso volumen del Testut bajo el brazo. Lo veía en la mesa, tomándose la sopa a cucharadas lentas, como hacía él. Lo veía riéndose en la cámara del Amanda, haciéndole cosquillas sobre la alfombra del comedor, dormido en su cama.
Oyó lejana la voz de María Dolores:
—Salgamos. Parece que te has afectado.
Al abandonar la capilla ardiente casi se dieron de bruces con un guardia joven de poblados mostachos. Por un momento, los ojos nerviosos del guardia se cruzaron con los de Alejandro, que exclamó:
—¡Quítese de mi vista!
El guardia vaciló unos segundos. Luego agachó la cabeza y desapareció tras una puertecita forrada de hule negro.
Alejandro salió a un patinillo interior de tierra suelta. Le acompañaban María Dolores y un señor rechoncho de sólidas quijadas aparecido como por ensalmo. El señor le había cogido del brazo y trataba de tranquilizarlo. A medida que Alejandro inspiraba el aire fresco iba recuperando la conciencia de las cosas. El patinillo estaba semícubierto por un voladizo de uralita con los canalones reblandecidos por la humedad. Sobre él, en un cielo azul, muy limpio, navegaba una pequeña y solitaria nube. Más abajo estaba la pared, de ladrillo rojo, sobre el que se veían los primitivos revoques de yeso con las dedadas marcadas. Un gorrión saltaba nerviosamente en el claro polvoriento, al otro lado del cual se levantaba un transformador eléctrico.
La vida volvía al cuerpo de Alejandro. La sentía fluir en sus arterías, latía en sus sienes barnizadas de sudor. El señor de las fuertes quijadas había sacado una silla y le invitaba a tomar asiento cortésmente. Aparentaba unos sesenta años y tenía una cabeza globulosa y facciones sensuales. Un fino bigotito, tintado, cruzaba su labio superior en una horizontal perfecta, como trazada a tiralíneas. Alejandro observó el traje del desconocido. Era un traje impecable, cruzado, en cuya solapa resaltaba el escudo del Real Madrid.
El señor del traje oscuro dijo farfullando:
—Estas situaciones resultan siempre dolorosas. Usted qué es del difunto, ¿pariente? María Dolores intervino para rogar al desconocido que les dejara en paz. Lo hizo con desabrimiento.
De pronto Alejandro se volvió y dijo con rabia:
—¿Y usted qué es, un policía? Lo menos que podía hacer es no molestar. Su trabajo ya está hecho. Y si está aquí para evitar manifestaciones «no autorizadas», o gritos de protesta, ya puede largarse tranquilo. Pero diga a quienes le envían que este asunto se aclarará. Presentaré una denuncia en el Juzgado de Guardia contra los asesinos de este hombre. ¿O creen ustedes que se puede matar impunemente a un ciudadano del Estado español porque no ha visto la señal de un guardia, que ni siquiera sabemos que la ha hecho? Dígales esto, y que a mí me da el tufo de que estaba sentenciado de antemano. ¡Dígalo!
El desconocido sonrió.
—Está usted nervioso —dijo arrugando la nariz—. Y eso no es bueno. Pero a mí no tiene por qué darme cuenta de sus sospechas— De todas formas, es usted muy dueño. Buenos días.
María Dolores sonrió con tristeza. Murmuró:
—No nos dejarán tranquilos. Los policías de la democracia española sólo tienen husmo para el color rojo. No han sido amaestrados para ninguna otra clase de color. Se agachó hacia Alejandro, que seguía sentado.
—Habrán hecho averiguaciones y temerán algo ahora que estás tu aquí. De todas formas, no te molestes en cursar denuncias. Sería inútil. Además, ya no pueden devolverme a mi hijo.
—¿Él habría deseado que vengaran su muerte?
—¿Juanito? Ni pensarlo.
—Tienes que hablarme de él.
—Lo haré. Y vas a quedarte muy sorprendido. Como te he dicho, fue concebido en Brúñete. Era el hijo de la guerra y del odio. Yo quise hacer de él un revolucionario. Y ya ves. Me equivoqué. Era un pacifista. Seguro que te sorprenderás al conocer la personalidad de tu sobrino.
—¿Te lo llevas a Málaga o lo entierras aquí? María Dolores Llauder suspiró.
—Lo entierro aquí. Esta tarde a las seis.
—¿Y tú?
Se encogió de hombros.
—Me iré a Málaga. Tengo a mi hermana. Están los amigos de Juan. Sus libros, sus escritos.
—¿Escribía?
—Te he dicho que vas a sorprenderte cuando conozcas el pensamiento de Juan. Alejandro propuso tomar un café en cualquier parte.
—Hemos de salir de aquí. Al menos yo.
—Sí, hijo. Como quieras.
Se disponían a salir cuando un hombrecillo de mediana edad pulcramente vestido se acercó a María Dolores. Era delgado, nervioso, de carácter afable y mirada alegre. Vestía pantalón gris claro y, debajo del abrigo marrón de corte clásico, se veía una americana príncipe de Gales. Llevaba en la mano un sombrero marengo de ala corta. El recién llegado dijo que representaba al Banco de Ojos.
—Traigo los documentos, por si desea usted firmarlos.
María Dolores aclaró a Alejandro que el difunto había hecho en vida donación de sus ojos. El hombrecillo anunció la visita del cirujano para las cinco de la tarde. Ella firmó los papeles con pulso inseguro.
En aquel momento se presentó Teresa, la hermana de María Dolores. Había reservado habitación en un hotel del centro y abonado los gastos de clínica. Teresa estaba lívida. Rechazó la invitación de Alejandro alegando que estaba cansada.
Se dirigió a su hermana:
—Ve tu con este señor. Ya que es tan amable, que te acompañe a tomar el sol. Hace un día espléndido.
Salieron del vestíbulo. Al iniciar el descenso de las escaleras, Alejandro dio el brazo a María Dolores.