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La antigua Plaza de la Constitución, entonces de la República, era un espacio irregular donde confluían los principales accesos al pueblo: la carretera Valencia-Alicante, con entrada por Colón y salida por el puente; el pintoresco callejón llamado de los Limones, por el que se salía a las huertas del interior siguiendo el cauce del río; un corto tramo en pendiente que conducía al casco viejo, antiguamente amurallado y, por último, la Cuesta del Mar, el acceso principal a la playa y al puerto de pescadores.

A aquellas horas de la mañana, sobre las diez, la plaza estaba muy concurrida. Labriegos de blusa y esparteña paseaban en pequeños grupos con la colilla pegada al labio socarrón. Mezclados con ellos se veían pescadores con su característica chaquetilla de mahón y la camisa blanca, sin cuello, con la tirilla abrochada. Algún menestral endomingado con gorra de visera, los tenderos, más aseñorados, y algún que otro temo veraniego, completaban la estampa. Mujeres apenas se veían. Si acaso, alguna sirvienta, o la enlutada beata con el manto caído sobre los ojos y la mirada a ras de tierra. Sorteaban azoradas los grupos de hombres en un trotecillo nervioso, como si fueran indefensas ovejas a merced de los lobos.

Con su traje claro de anchas hombreras y los zapatos blancos de piel, ribeteados de rojo en la puntera y el contrafuerte, Juan observaba el ir y venir de los ociosos. La mayor parte de ellos pasaba por el mostrador de una taberna oscura que abría sus puertas no lejos de la cuesta por la que se accedía al casco viejo. Otros se acodaban en la tabla que hacía de mostrador en un barracón de madera instalado a las puertas del convento. Refrescaban el gaznate allí con un granizado de cebada o limón y seguían su paseo hacia la calle principal, donde estaban el cine, los bares y las demás tabernas. Era allí también donde abrían sus escaparates los principales establecimientos comerciales del pueblo.

Los puestos de cera de la plaza, en los que antes se vendían los cirios para la procesión, habían sido sustituidos por alegres tenderetes alineados frente al Casino y la Patronal, sedes ambas de las fuerzas más reaccionarias de la localidad. Se vendían en ellos fotografías de Fermín Galán y García Hernández, con los perfiles enmarcados en el mismo óvalo y un lazo tricolor abajo. Había también fotos de Pablo Iglesias, de Alcalá Zamora y demás personajes históricos y líderes republicanos. También se veían obras de Marx, de Kropotkin, de Reclus y otros teóricos del marxismo y del credo anarquista. Sobre un paño de terciopelo negro, brillaban insignias de los distintos partidos políticos.

Así como estos tenderetes apenas tenían público, Juan observó que la gente se arremolinaba en tomo a un puesto instalado frente a la puerta de la pescadería. Se acercó y pudo comprobar que lo que allí se vendía eran pardillos jóvenes. Tenía fama de buenos reclamos, por lo que iban a cazarlos con redes a la provincia de Teruel. Los pájaros aleaban amontonados en los jaulones, de donde pasarían a manos del comprador que, por lo general, se los llevaba en un pañuelo de bolsillo hábilmente atados.

En tomo a la estatua que se levantaba en el centro de la plaza, al otro lado de la verja que separaba el macizo de geranios del pedestal, habían instalado sus puestos de fruta unas huertanas. Las mujeres, viejas casi todas, vestían oscuros ropones ala de mosca y se acuclillaban en el suelo o permanecían sentadas con las faldas subidas, dejando al descubierto el refajo de panilla color calabaza. Se tocaban con pañuelos negros de pita, que anudaban bajo la barbilla e iban descalzas. Sobre los trozos de arpillera que había extendidos detonaba el rojo vivo de los trozos de sandía, de carne fresca, cristalizada; se veían también los dorados melocotones de huerto con la pelusa virgen y la aureola rojiza en la punta; los racimos del primer moscatel, con la verdosa piel cubierta aún del polvillo de la cepa. Otras vendedoras exhibían las últimas brevas del verano en graciosos covanillos de caña forrados por dentro con pámpanos de higuera. Y todas gritaban y bromeaban entre sí en una desenfadada algarabía que recordaba la de los zocos, mientras sus manos escamosas oxeaban inútilmente el mosquerío.

Entre los degustadores de fruta, Juan descubrió a su amigo Pedro, el de la señora Tona. Había hundido los dientes y la punta de la ganchuda nariz en el corazón escarchado de una sandía partida por la mitad, y el zumo saltaba al suelo desde la punta de la barbilla.

Perele, que así le llamaban los amigos, se volvió al oír que le llamaba Juan.

—En cuanto termine de lavarme la cara —dijo riendo—, soy todo tuyo.

Desentonaba entre aquella gente pobremente vestida su traje gris recién plancha» do, la vistosa corbata, de ancho nudo triangular, y los historiados zapatos blancos con vivos de color.

Cuando se hubieron separado del puesto de fruta, Perele eructó ruidosamente. Después de desearse él mismo un cortés «buen provecho», echó mano de la petaca llena de «Gener» y del librillo de «Bambú» y lió concienzudamente el cigarrillo.

Hijo único de la señora Antonia Verdú, la propietaria más rica del pueblo, Perele había pasado por todos los colegios de mayor prestigio de la región. No sacó nada en claro, a no ser algunas buenas amistades, y ahora administraba la hacienda de su madre.

Paseaban por la calle de Colón, llena de gente, cuando se les unió Pedro Cabanes. Estaba excitado y hablaba sin parar del «sacrilegio» cometido en la parroquia.

—Es preciso que reaccionemos —decía aspeando los brazos—. Si no les plantamos cara a estos cafres, el día menos pensado vendrán a nuestras casas por nosotros. Tendríamos que trazar un plan de acción y buscar la forma de devolverles golpe por golpe.

Desplegó un ABC que acababa de comprar, y siguió diciendo.

—Ayer el Gobierno de descamisados de la República obtuvo el voto de confianza de las Cortes. Se han apresurado a constituir una Comisión parlamentaria para redactar el proyecto de Constitución. ¿Y sabéis quién la preside? Nada menos que Jiménez de Asúa. ¡Ese masón! Ya me diréis lo que saldrá de ahí con tipos de la calaña de Lerroux, Azaña, Largo Caballero, el cerdo de Prieto, Martínez Barrio y compañía. ¡Y qué compañía! Porque han llenado el Parlamento de pistoleros. Ahí tenéis a ese Rodrigo Soriano, por poner uno. Y, además, están los malditos separatistas. Los catalanes y los vascos. La gentuza sin Dios se siente segura con tipos así respaldándoles desde arriba, y no dudan en atentar contra quien sea y donde sea. Incluso en la casa del Señor.

Días antes se habían reunido los tres, junto con otros jóvenes de derechas, en casa de Pedro Cabanes. Después de comentar el manifiesto de Ledesma, habían tomado la decisión de constituirse en una fuerza viva al servicio de los valores espirituales y de la tradición, prescindiendo de los viejos partidos políticos de derecha, especialmente del Agrario, en el que formaban los tíos de Pedro Cabanes. Pero desde entonces no se habían vuelto a reunir, con lo cual todo había quedado como estaba antes.

Perele dijo que el se había divertido mucho viendo chillar a las viejas beatas en la iglesia.

—Parecían ratas asustadas, las jodidas —rió.

En la acera del Centro Radical se había congregado una muchedumbre que se apiñaba junto a la pared, huyendo del sol. Hombres de todas las edades, y alguna que otra mujer, esperaban con las caras bañadas en sudor. Hablaban animadamente, cuando alguien gritó un «¡mueran los señoritos!» Perele le hizo un ademán obsceno al tipo que acababa de gritar. Hubo insultos y abucheos, que cesaron al oírse a lo lejos la Banda Municipal.

Subía, en efecto, desde la Plaza de la República tocando el Himno de Riego, entre los aplausos de los endomingados paseantes. Cuando llegó frente al Círculo Radical, los músicos se alinearon en doble fila ante la puerta. Un hombre trajeado de blanco avanzó desde el nutrido grupo que seguía a la Banda. Era alto, tenía la piel tostada por el sol, y se secaba el sudor de la frente y el cuello sin dejar de sonreír. El desconocido llevaba un clavel rojo en la solapa de la americana. Tuvo que agacharse para besar a una niña vestida con una larga túnica con los colores de la bandera republicana y tocada con un enorme gorro frigio. El desconocido se quitó el clavel de la solapa y lo puso en las manos de la niña. Entonces arreciaron los aplausos.

Juan preguntó a un joven patilludo que aplaudía a rabiar quién era el personaje del traje blanco.

—No lo sé —repuso éste sin mirar a su interlocutor—. Pero a mí me da lo mismo. ¿No aplaude todo el mundo? ¡Pues yo también!

De pronto descubrió en la acera a Vicente, el casero de «El Mirador». Abriéndose camino a codazos, Juan llegó hasta él.

—¿Quién es? —le preguntó alzando la voz.

Vicente le miró con cara de circunstancias.

—Carlos Esplá. Es diputado por Alicante.

—¿Ése no es independiente?

—Se trata de una visita de buena voluntad. Los republicanos, sean del partido que sean, son hermanos. ¡Más que hermanos, qué leches!

Siguieron paseando hasta el final de la calle, donde dieron la vuelta. Al llegar otra vez cerca del Círculo Radical, Juan descubrió a su hermano Carlos a lo lejos. Corría con un paquete debajo del brazo. Juan trató de localizarlo entre la multitud sin conseguirlo. Poco después un tremendo zambombazo sacudió aquel sector de la calle. El suelo tembló y se oyó un ruido de cristales rotos. Instantes después, cuando todo vibraba todavía, un humo negro y denso empezó a salir a borbotones por la puerta del Círculo Radical.

Sin decir palabra, Pedro Cabanes echó a correr como alma que lleva el diablo. Su carrera levantó sospechas entre la gente, y fue detenido por dos jóvenes en mangas de camisa frente al cine. En vista de los golpes que estaba recibiendo, Perele y Juan cayeron sobre los agresores de Cabanes. Mientras se pegaban con ellos, la alarma y la confusión aumentaban. Todo el mundo corría y gritaba. Unos para prestar auxilio a los que iban saliendo del Radical, otros huyendo y los más sin saber qué hacer ni adónde dirigirse.

Cuando llegó la pareja de la Guardia Civil los tres amigos estaban hechos unos eccehomos. Inesperadamente apareció Carlos junto a ellos. Juan le indicó con señas que desapareciera, pero él se puso a su lado aprovechando un descuido del guardia.

Muy excitado, Juan le susurró:

—¡Vete en seguida y no digas nada en casa! ¿Me has entendido?

Carlos le miró. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se puso de puntillas y, en un arranque de sinceridad, confesó al oído de su hermano:

—¡He sido yo! Tendrían que llevarme preso a mí.

Los ensangrentados labios de Juan sonrieron.

—Tú tenías que ser, Carlitos —dijo. Y le ordenó—: ¡Lárgate de aquí ahora mismo o te mato!

Carlos echó a correr sin pensárselo dos veces. A partir de aquel momento abandonó su naciente republicanismo. Con el tiempo, había de ser un implacable perseguidor de masones, liberalotes y comunistas.

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