19
Pasadas las ocho llegó al Café el joven alférez de navío Javier Hernández. Javier era sobrino carnal de Alejandro Acosta, hijo de su hermana mayor y de un Intendente de la Armada. Residían en Cartagena.
El joven marino se sentía seguro en su severo uniforme azul galonado de oro en las bocamangas. Hablaba con cierta autoridad, mirando a los ojos, y sabía desenvolverse. Era de mediana estatura, pero cuadrado. Tenía los ojos menudos, vivarachos, y en sus labios carnosos había un rictus especial que lo hacía simpático, a pesar de contener un algo contradictorio, entre despectivo y tierno.
Javier tomó asiento junto a su prima Marta, con la que habitualmente gastaba un discreto galanteo. Marta solía encorajinarse con él porque decía que no la tomaba en serio. Pero aquel día de mediados de fabril, exactamente el catorce, era un día distinto a los demás. Por eso los ánimos de Javier no parecían muy dispuestos a frivolizar.
—¿Qué noticias hay? —preguntó a su prima. Mar la se encogió de hombros.
—Nada. Que hemos de aprender la Marsellesa.
TOC \o "1-3" \h \z Javier se limpió el sudor de la frente y echó un vistazo a la reblandecida badana de su gorra.
No hay proclamación oficial. Y mientras no se haga, seguimos estando a las órdenes del almirante Aznar.
Emerenciano intervino para decir que el Gobierno Provisional había entrado en el Ministerio de la Gobernación.
—Y tu almirante no aparece por ninguna parte, monarquistón. Que eres un monarquistón.
Rió, mientras palmeaba amistoso la rodilla de Javier.
—Me gusta la Monarquía —declaró éste—. He nacido bajo la Corona y con la Corona me he educado. Juré la bandera monárquica y fidelidad al Rey. Pero serviré a la República con fidelidad. Es mi deber de militar.
—Y de ciudadano.
—Y de ciudadano, claro.
Le preguntó medio en broma si les habían enviado a Valencia para reprimir algún movimiento monárquico o si, por el contrario, pensaban oponerse a la nueva forma de Estado.
—Ni lo uno ni lo otro. Estamos aquí en viaje de rutina.
—¿Sois muchos?
—Dos cañoneros. Siempre vamos juntos. Emerenciano quiso saber cómo respiraba la Marina.
—Todo está en calma. El Almirantazgo y las Capitanías Generales no dicen ni pío.
—Lo cual significa que se entregan como corderitos.
—No es eso, Emerenciano. Cumplen con su deber. Sencillamente. Yo, por ejemplo, soy de los que nunca se sublevaría contra un Estado legalmente constituido. Nadie puede— obligarme.
En aquel momento apareció Carlos con su inseparable amigo Badía. Tenía las mejillas encendidas y apenas podían respirar. Carlos besó a su primo Javier y le puso una escarapela tricolor en la solapa de la guerrera, pero éste se la devolvió alegando que los militares no podían llevar distintivos en el uniforme. Entonces Carlos la prendió en la solapa de Emerenciano Adell.
—Ésta se la regalo —dijo. Y añadió—: Tenemos más. Isabel enseñó la escarapela a su prima.
—Mira tu hijo lo que hace —rió—. Este chico es el demonio. Carlos dijo que las habían «fabricado» entre él y Badía. Entonces Emerenciano miró a Badía.
—¿Eres el socio de este perillán? Ahuecó la voz:
—El de los bocadillos. ¿Eh? Que a buen entendedor, con pocas palabras basta. Badía asintió, colorado hasta las orejas.
—Y ahora «fabricáis» escarapelas republicanas.
—Sí, señor. Las vendemos a diez céntimos. Nos han comprado más de den. Ha sido idea de Carlos.
—¡Más de cien! ¿Y de dónde habéis sacado el dinero para la materia prima?
—Lo hemos hecho sin dinero.
Carlos explicó que se había caído una bandera republicana de un coche que iba a toda velocidad y que ellos la habían recogido del suelo.
—A mí se me ocurrió recortar pedacitos. Así, redondos. Y hacer las escarapelas. Los alfileres son de la madre de éste.
—¿Entonces el género ha salido gratis?
—Claro. Hemos hecho muchas. Y nos queda tela para rato.
Emerenciano dejó escapar una vibrante carcajada. Luego miró a su prima, cuyos ojos fulminaban a Carlos, y le pronosticó:
—Este hijo tuyo está llamado a ser un negociante de primera. Se hará millonario.
Carlos se esponjó.
—Con el dinero que saquemos compraré tela y haré banderas y pañuelos para el cuello. Éste y yo las venderemos en las puertas de los colegios. O donde sea. Ahora nadie dice que no. ¿Sabes por qué, tío?
Emerenciano se mordía la risa.
—Tú dirás.
—Pues, unos compran porque son republicanos de verdad. Otros porque, como son monárquicos, tienen miedo de decirnos que no. Y los demás por seguir la moda. ¡La gente es idiota!
Carlos se escabulló hacia los billares en busca de nuevos clientes. Le seguía su fiel amigo y asociado Badía.