EL CALENDARIO EN LA PARED

1

El soniquete cascado del timbre recordó a Emerenciano Adell que tenía que aceitar las rodetas.

—Ya va.

Entreabrió la puerta.

—¿Quién es?

Le contestó desde la oscuridad una voz de hombre ligeramente atiplada. —Un telegrama.

Emerenciano dio vuelta al interruptor y quitó la cadena.

—Pase, pase. No se quede ahí. Ayer se fundió la bombilla de la escalera. Se lo hemos dicho a la portera, pero como si nada.

Cogió el papel azul y lo apartó de sí cuanto daba su brazo.

—Sin los lentes es inútil —dijo riendo—. ¡La vejez, amigo! Mientras caminaba hacia el interior de su casa llamó a la mujer:

—Isabel. Un telegrama. Tiene que ser de tu prima.

Una voz frágil dijo algo ininteligible en alguna parte.

Emerenciano levantó la cabeza desorientado.

—¿Dónde te has metido, hija?

Tras haber echado una mirada al pequeño comedor, en uno de cuyos rincones cantaba un canario, abrió la puerta del dormitorio. Permaneció mi instante rígido, sin entrar. Preguntó:

—¿Otra vez la disnea?

Sostenía el telegrama con la mano y su cara expresaba una mezcla de disgusto y sorpresa. Su mujer protestó:

—¡No te quedes ahí como un pasmarote! ¿Qué quieres?

—Cinco céntimos.

Ella le miró sin comprender.

—Son para el repartidor. Yo no tengo más que un cuproníquel. No querrás que le dé un real.

Tomó la moneda que le daba la mujer y se dirigió a la puerta. Cuando volvió al dormitorio puso cara de enfado.

—No sé por qué diantres no me llamas cuando te da el ataque —dijo—. Te vas a morir por puñetera, canastos. ¿Te cuesta mucho avisar?

El encogimiento de hombros de Isabel denotaba a la vez fastidio y enfado consigo misma.

—Venga, lee ese telegrama y déjate de monsergas.

Las palabras le salían entrecortadas.

Emerenciano se caló los lentes de aretes dorados y despegó el telegrama parsimoniosamente. Leyó despacio: «Llegamos Unión tarde. Abrazos. Beatriz.»

Isabel movió las peladas cejas en un gesto de resignación.

—Habrá que ir a esperarlos —dijo.

—¿Y cómo se le ocurre a tu prima avisar a última hora? Hay que adecentar aquello, hacer las camas, qué sé yo. Y son las tres de la tarde.

—¿Qué hay de la luz?

—Yo hablé con el electricista. Con el oficial. Pero aquí no ha venido nadie por la llave del piso.

Los ojos licuosos de Isabel se clavaron en los de su marido con desconfianza.

—¿Seguro que te has acordado?

—¡Segurísimo!

Mientras doblaba el telegrama cuidadosamente, Emerenciano explicó hasta el último detalle la conversación sostenida con el electricista.

—Pero ¿quién asegura que estos cafres, siempre de huelga, cumplan su palabra? ¿Quién te dice que ese mal bicho le ha pasado recado a Bautista? Parque ése sí que no falla. Nunca.

Abrió el armario ropero y añadió:

—De todas formas lo arreglaré.

Pese a haber cumplido ya los sesenta y cinco años, Emerenciano seguía siendo un hombre activo. Por esta razón, y porque la casa no le tiraba demasiado, entró en el cuarto de baño dispuesto a salir a la calle cuanto antes.

—¿Sabes lo que pienso hacer? —gritó con su voz clara de muchacho.

Isabel sonrió al comprobar una vez más la infantil capacidad de entusiasmo de su marido.

—¿Me oyes, niña?

—Te oigo.

—A ver qué te parece mi plan. Ahora mismito me voy a ver al general. Le diré que avise esta tarde a los de «El Siglo». Que no nos esperen. Eso para empezar. No vayan a creer que estamos enfermos.

—¿Y si el general tiene decidido no ir hoy a la tertulia? ¿No sería una forma de obligarle a salir de casa? Con lo viejo que está, el pobre.

Emerenciano entró en di dormitorio canturreando. Con el frescor del agua y los restregones de la toalla traía en las mejillas un saludable color.

Buscó en el cajón de la mesilla de noche.

Preguntó:

—¿Has visto el calzador? Parece que me huye, el panetero.

Isabel meneó la cabeza.

—El calzador está donde debe estar. En el cajón, a la izquierda.

Cuando lo hubo cogido, Emerenciano se sentó en una butaquita granate que había frente al tocador. Mientras se calzaba preguntó a su mujer:

—¿Qué decías del general?

A Isabel las ausencias del marido le hadan grada o la sacaban de quicio. En aquella ocasión se enfadó.

—¡Qué pesado! Decía que, si quieres avisar a los de la tertulia que hoy no podemos ir, no tienes por qué comprometer al general. Acércate a casa de Concha. Sabes que el general está delicado y últimamente suele fallar. ¿Es que no lo enriendes? Si le pides que avise esta tarde es como si le obligaras a ir.

—Pero Concha vive donde Cristo perdió el gorro, hija. Y tú no querrás que tu maridito reviente por esas calles. ¿O es que has decidido quedarte viuda?

Emerenciano Adell y su mujer habían nacido en Valencia y eran maestros jubilados. Hada más de cuarenta años que habitaban aquel piso de la calle de Náquera, uno de cuyos balcones daba a las Torres de Serranos. El matrimonio, sin hijos, había vivido aquellos cuarenta años en la íntima serenidad que da el amor, sin otro disolvente que la disputa pasajera.

En aquel momento, con el impecable temo gris, el cuello duro y el sombrero de fieltro ala de mosca, Isabel seguía viendo en su marido al muchachote del primer día, cuando coincidieron en la Escuela Normal de Valencia, opositores ambos.

—Agáchate, grandullón —ordenó empinándose—, siempre con la dichosa arruga en d pescuezo.

Los ojillos claros de Emerenciano sonrieron.

—Quizá tengas razón —dijo—. Cogeré el tranvía y veré a Concha. Luego me pasaré por Zapateros, a ver qué dice la portera.

Ella agitó una mano nerviosamente.

—¡Que no! Al piso de Zapateros iré yo. Eso es cosa de mujeres. Si te parece, podemos vernos en Santa Catalina. Hasta las seis te espero. Ni un minuto más.

—¿Podrás con las escaleras?

—Pues claro, hombre.

Lo empujó hacia la puerta del piso.

—¡Hale, que se te hace tarde!

Pero Emerenciano no se movió.

—¿A qué esperas?

—Quiero que me digas si has tomado la gragea.

Antes de oír la contestación de la mujer llamó a la criadas.

—Eulalia.

Isabel protestó.

—Pero si la chica está tendiendo en la azotea.

El corpachón de Emerenciano se inclinó hacia aquel ser menudo y frágil, buscando en sus ojos una sombra de culpabilidad.

—¿Te has tomado la gragea? Di la verdad.

Ella lo empujó otra vez hada la puerta.

—Está bien. La tomaré cuando te hayas marchado»

—Nada de eso, Isabelita. Vas a tomarla ahora mismo. Delante de mí.

Emerenciano sonreía observando el trotecillo de nervios malcriados de so mujer mientras se dirigía al comedor. Oyó la puerta y, en seguida, el tintineo del jarro sobre el cristal del vaso. Un instante después estaba delante de él con una minúscula pastilla azul entre los arrugados dedos y un vaso mediado de agua.

Bebió bajo la vigilancia del marido y se tragó la pastilla.

—Ya estarás satisfecho —dijo reprimiendo una sonrisa.

El le secó los labios con su pañuelo.

—Y ahora —dijo—, dame un beso. Te lo has ganado.

Isabel se puso de puntillas. Como siempre que las guías del bigote de su marido cosquilleaban en sus mejillas, no pudo evitar un ligero estremecimiento de placer. Era un estremecimiento auténtico. Igual que el del primer día, cuando se quedaron solos en la «Fonda del Sol» media hora después de la boda.

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