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A media tarde las paredes del estudio se bañaban en d tibio sol de noviembre. Alejandro había trabajado durante un par de horas en sus poemas y se sentía ligeramente embotado. Abrió la cristalera y salió a la terraza.
Su repentina presencia allí asustó a un mirlo negro y brillante, que batió las alas despavorido y se internó por entre d claro follaje de un bosquecillo de jóvenes castaños. Por aquellas fechas, mediado el mes, d délo alcanza una altura singular y, a la luz del último sol del día, se tiñe de unos tonos cálidos cargados de melancolía. Alejandro sintió la emoción del momento. La lejana montaña se había aclarado ante sus ojos y la distancia transmitía hasta él los ruidos con una sonoridad precisa, distinta y exacta. Todo en la Naturaleza parecía haber envejecido: la tierra oscura y húmeda; el pinar; la rugosa corteza de los almendros viejos, cuyas ramas cimeras conservaban algunas hojas reblandecidas de humedad; la alfombra dorada que formaban las hojas muertas del bosque; d apremiante canto de los pájaros que trasvolaban helados en la llanada. Pensó que aquel momento, que descubría todo d misterioso poder de la vida, tenía que ser necesariamente fugaz.
Tres grandes círculos dominaban sobre sus confusos pensamientos. Era d primero su situación familiar, con el problema matrimonial que le planteaba la hija mayor. Estaban, además, los últimos acontecimientos: la muerte de su sobrino Juan Antonio en Madrid y la crisis de su relación con Eulalia, surgida a raíz de la muerte de la madre de ésta. A ello había que añadir la actitud hostil de Olga.
Recién llegado de Madrid, unos quince días antes, había llamado a su hija Beatriz. Pensaba invitarla a almorzar y, de paso, hablarle de sus diferencias con d marido. Le había contestado una de las chicas diciéndole que la señora estaba en Caldetas con una amiga y que ignoraba cuándo regresaría. Sólo cabía, pues, esperar su regreso y coate que la amiga en cuestión no fuera un amigo.
Tratando de poner orden en sus ideas, Alejandro examinó d segundo problema, el de María Dolores. Según le había dicho por teléfono la hermana de ésta, Teresa, la enferma había sido internada en una clínica particular, en Málaga. Todos los especialistas coincidían en reservarse el pronóstico, por lo que Alejandro decidió aplazar su viaje a la capital andaluza.
Por un momento dudó que valiera la pena investigar el pasado de su familia. En realidad, él no sabía gran cosa de lo que había sucedido. Recordaba escenas, situaciones de su niñez, pero su memoria retenía únicamente lo anecdótico. Carecía, además, de elementos de juicio sólidos. Desde que tuvo uso de razón, intuyó que en su casa formaban todos una pina compacta. Un mundo en sí. La familia, siguiendo las normas atávicas de unos principios más o menos burgueses, defendía su integridad como casi todas. Pero con la guerra todo se desbarajustó. De repente Alejandro se encontró solo con la madre en el poco confortable piso del pueblo. Era un ambiente hostil el de la guerra para un niño de unos doce años. Durante casi todo el tiempo que duró no supieron nada de Carlos, que estaba en la zona de los nacionalistas. Se enteraron por Diéster de la muerte de Marta en Barcelona, pero Juan seguía siendo una incógnita. Hasta el final, en que se enteraron de su desaparición en el frente. Pero ¿qué había pasado en realidad? ¿Por qué razón mataron a su padre los republicanos? ¿Y sus hermanos? ¿Cuál había sido su verdadera historia? ¿Fue cruel Carlos durante los tres años que combatió en la zona rebelde? ¿Y después? ¿Cuáles eran los servicios prestados a la causa de Franco para que llovieran las prebendas sobre él?
Los días que había pasado últimamente en Madrid pensó que quizá María Dolores le ayudaría a reconstruir la historia de su familia. Sabía demasiadas cosas. Pero María Dolores había perdido la razón. Era un ser impávido. Poco menos que una conciencia dormida en un cuerpo mineralizado por el estupor. Si persistía en la actitud de descubrir la verdad de los suyos, poca ayuda podía encontrar en ella. En todo caso, quizás husmeando en la vida de su difunto sobrino. Preguntando a sus amistades, revolviendo sus papeles. O Teresa. La hermana de María Dolores tenía que saber algo. Pero ¿valía la pena?
Envuelto en una ligera neblina, el sol se precipitaba sobre el filo de las montañas, cuyas tonalidades rosa dominantes se apagaban en otras gris-violeta. Las sombras se habían estirado en el bosque oscureciendo el mantillo antes dorado. Un helor húmedo y pegajoso bajaba desde los celajes grises. Alejandro sintió un ligero estremecimiento al oír el silbo espaciado con el que el zorzal anuncia la llegada de la noche. El silencio se había espesado a su alrededor, pese a lo cual los lejanos sonidos seguían llegándole con nitidez. Empezaba a refrescar.
Alejandro se retiró de la terraza, cerró la cristalera y corrió la doble cortina. Se sentía profundamente desalentado.