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En el pueblo de los Acosta, como en todos los municipios de España, el fracaso de la intentona de Sanjurjo había afianzado la República. Durante un tiempo, tanto los republicanos y los socialistas como sus enemigos naturales, los elementos de la reacción, creyeron que el peligro de los pronunciamientos había sido conjurado. En Madrid y en las principales capitales de la provincia fueron detenidos algunos militares comprometidos, aristócratas, monárquicos y tradicionalistas. Sin embargo, tras el indulto de Sanjurjo y el reinicio de las campañas de los periódicos de derechas, sancionados durante algún tiempo, la confianza volvió a las filas de la reacción.
Ahora, mediado el mes de setiembre, la discreta vigilancia que se ejercía en el pueblo sobre los elementos de las derechas había desaparecido prácticamente. Los Gabanes—, el juez Otero, Pedro el de la Tona, Gregorio Nieto y los demás, se habían reagrupado y celebraban reuniones de tapadillo. Las decisiones que tomaban influían subterráneamente en la conciencia colectiva del pueblo.
La convivencia que perseguía Martín, el alcalde socialista, estaba muy lejos de ser una realidad. Aparte de la conducta salvaje de Linares, el antiguo estudiante de Farmacia, y de las impaciencias de los anarquistas de Canuto, lo impedían las maniobras de quienes seguían autotitulándose personas de orden.
Consecuencia de las maquinaciones que urdía la reacción, así como del capital invertido por ella en empresas de poca monta, pero que en los pueblos adquieren mayor relieve por ser más visibles, fue la formación de dos bandos radicalmente opuestos. Y así, frente a la Banda Municipal sostenida por el Ayuntamiento, no tardó en formarse la del Ateneo Musical. Los nuevos músicos, algunos de los cuales habían abandonado la Municipal atraídos por pequeñas concesiones o por los halagos de los reaccionarios, estaban dirigidos por un maestro bastante viejo, antiguo cabo de cornetas en los Regulares de
No tardaron en declararse la guerra. Josualdo, el director de la del Ateneo Musical, evitaba tocar La Marsellesa. Lo suyo, lo de su Banda, eran las zarzuelas y La Paloma, a cuyos suaves compases se derretía Melchora, la hermana de Gregorio Nieto. Por lo que respecta a la Municipal, su director, Justo Domingo, se ensañaba con el Josualdo dándole a la batuta en La Bandera Tricolor, Los héroes de Jaca y el inevitable Himno de Riego. En realidad, la Municipal era una Banda de postín. Interpretaba música clásica en los conciertos, pero al pueblo le gustaba más el bailable. Sobre todo los tangos de moda y el pasodoble Domingo Ortega.
La separación del pueblo en dos ideologías se hacía patente, además, en las dos Academias y en los centros culturales. Uno de ellos, «La Patronal», había adquirido últimamente un «Espasa» que nadie leía, pero que, estratégicamente situado en un mueble junto al ventanal, suscitaba la envidia de los socios del Ateneo Libertario que pasaban por la Plaza de la República. Con todo, el termómetro que daba la verdadera temperatura política era el campanario de la iglesia. Quien no se acogía a su sombra bienhechora, aseguraban los reaccionarios, merecía ser expulsado de la comunidad, si no exterminado. Los que no salían de ella, afirmaban los progresistas, merecían que el campanario les cayera sobre la cabeza piedra a piedra.
Al margen de estas discordias, algunas de las cuales revestían un cierto aire sainetesco, trabajaba en el pueblo una generación de jóvenes progresistas decididos a cambiarlo. Por su tenacidad, y por la actividad que desplegaban en todos los órdenes, destacaba un grupo de muchachas dispuestas a liberar a la mujer de sus viejos condicionamientos. Eran las «fulanas», al decir de los conservadores. Locas que trataban de equiparar a la mujer con el hombre incluso en lo referente a la virginidad. Casi todas procedían de las clases menos acomodadas, y daban charlas a las obreras y a las hijas de los pescadores sobre higiene y educación sexual. Las más avanzadas comentaban las obras de Hildegart, una jovencita superdotada que acabaría su vida trágicamente a manos de la propia madre. El afán reformista de estas líderes locales del feminismo llegaba a todas partes. Era la suya una obra a todas luces positiva, porque contribuyó al despertar de una concienciación del problema de la mujer.
Dirigía el movimiento feminista una vecina de los Acosta, Juanita la Reina. Esbelta, más bien llena, de facciones perfectas y mirada penetrante, Juanita estaba dotada de esa elegancia natural que no se aprende en ningún internado de monjas. Era de natural alegre. Muy comunicativa, excepto con los hombres. Sobre todo con los que trataban de hacerle la corte, como era el caso de Pedro el de la Tona, que bebía los vientos por ella. Nadie supo dónde había nacido el rumor. Pero lo cierto es que en el pueblo empezó a decirse que a Juanita los hombres la dejaban fría.
Beatriz, a quien Gregorio Nieto le había hablado de ella, se encerró aquella misma tarde con su hija en la sala.
—Con esa chica, ni media palabra, Marta. ¡Te lo pido por Dios!
Marta levantó los ojos al cielo.
—Ya empiezas con tus excomuniones. En Valencia, acabé por no salir con las León porque no me dejabas pintar. Aquí, es la vecina de enfrente. Pues, mira, habérmelo dicho antes.
Beatriz la miró angustiada.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Nada de particular, mujer. No vaya a darte el ataque. Sólo que esta mañana he estado hablando con ella un rato. Por cierto que me ha parecido una chica estupenda. Ya quisiera yo ser como ella.
—¿Y dónde has hablado?
—Aquí mismo. De balcón a balcón.
—¿Y qué te ha dicho?
—¡Mamá!
Marta notó que su madre se retorcía los dedos. Observó también el ligero estrabismo que acusaban sus ojos, como siempre que iba a sufrir una de sus crisis nerviosas.
—Tranquilízate. Es una buena chica. Lo que te pasa es que ese macaco de vecino te ha asustado. Haces caso a la gente extraña y a mí, que soy tu hija, me sentencias sin oírme. No es justo.
—Pero, ¿de qué habéis hablado? Eso sí podré saberlo.
—De nada en particular. Mira, me ha dicho que estas casas son terribles en invierno. Que son húmedas, y como las puertas no encajan, el viento se cuela por todas partes.
Se quedó pensando un momento.
—¿Qué más? ¡Ah, sí! Al preguntarle dónde trabajaba, me ha contestado que termina Magisterio este año. Pero que lo que a ella le gusta es el Derecho. «¿No es muy difícil eso?», le he dicho yo. Y día ha sonreído. Una sonrisa de compasión, mamá. Porque esa chica, de familia más humilde que la nuestra, será lo que quiera ser. ¿Y sabes por qué? Porque en su casa no le prohibieron que estudiara, como me lo prohibiste tú.
—Yo, no. Fue cosa de tu padre.
—Mi padre ha hecho siempre lo que tú has querido. Y por lo que respecta a esa chica, es mucho más que yo. Tiene cultura. Hace cosas. Yo en cambio soy una señorita de pueblo más cursi que un bisoñé mojado. Y encima, que no hable con ella. Que no me rebaje. No vaya a ser que me contagie su plebeyez. ¿O es a sus ideas a lo que tienes miedo?
Beatriz bajó el tono de voz.
—Dicen cosas de ella, Marta. Lo que pasa es que tú, como eres joven, no ves lo que puede pasar. Estamos en un pueblo. Y tienes un novio formal. Para casarte.
—¿Qué dicen? Si es que pueden oírlo mis castos oídos.
—Los hombres. No le gustan. Lo sé de buena tinta.
Marta se carcajeó con ganas.
—No los necesita. Ella no necesita un novio como yo, mamá. No tiene miedo a cumplir años. Cuando quiera, podrá escoger. No lo dudes. En cambio yo, y las señoritingas del pan pringado como yo, que el que me dan no lo quiero, y el que quieto no me lo dan, llega una edad en que tienen que aceptar lo que les echen. No cierres los ojos, ni te pongas trágica. Es así. Y tú lo sabes, porque a ti te pasó igual.
Beatriz protestó:
—Yo me casé a los dieciocho años con tu padre porque le quería. No me arrepiento ni tanto así.
Marta dijo:
—Tuviste suerte. Yo, en cambio, me casaré con Diéster porque no tengo otra alternativa.
—Es un hombre serio. Honrado.
—Y le querré. De eso estoy segura. Tan segura como que ahora no lo quiero.
Y si la señora no desea nada más, me voy con mi punto de cruz.
Antes de llegar a la puerta, Marta se volvió.
—¡Ah! y de ahora en adelante no te metas conmigo. Hablaré con quien me parezca Como has dicho antes, tengo novio formal. Mientras él no me lo prohíba, hablaré con quien sea. Además, soy mayor de edad y tengo derecho de voto.