7
Al llegar bajo el viaducto, el jefe ordenó a su hermano que esperara en el machón.
—No hace falta que subas. Te sientas ahí y estiras la pata.
El Cojo asintió.
Los demás treparon por una escarpadura hasta el primer bancal. Desde allí, tras escalar varios márgenes, llegaron al cabezal del viaducto. Entonces el jefe se quedó mirando abajo.
—¿Cuánto habrá? —le preguntó a Tito.
—Unos ochenta metros. Quizá cien.
El jefe se rascó la oreja.
—Una cosa —dijo sin quitar la vista del abismo—. ¿Tú te atreves a pasar el puente por la parte de afuera? De punta a punta. Te agarras a la varilla de arriba, y vas adelantando poco a poco. Pero recuerda que a tu espalda no tienes nada. ¿Te atreverías?
—Si lo haces tú, yo también puedo hacerlo. ¿Era ésa la prueba?
Había oscurecido. Desde el viaducto se veían las luces del pueblo y más lejos, en la mar, bailoteaban las lámparas de los primeros sardinales. Aunque asustado, a Tito le atraía la aventura. Además, quería demostrarle a Joaquín que no era un cobarde. Demostrárselo a él mismo.
El Jefe levantó la cara hacia las nubes.
—Está lloviendo —dijo—. Lo dejaremos estar. Me fío de ti. Si dices que lo harías, es que lo harías.
Se volvió cara a las montañas. De espaldas como estaba, explicó que el Cojo le esperaba abajo.
—Si me dices dónde vives, mañana te llevaré a tu casa el impermeable.
La sombra del Puig se levantaba negruzca en la oscuridad, y el jefe pensó que algún día subiría a su cima.
—Puedes largarte —dijo después—. Pero antes dime dónde vives.
En vista de que no recibía respuesta se volvió. A unos diez metros de donde estaba vio a Tito pasando el viaducto. Iba despacio, y sus piernas temblaban ligeramente. Sin decir ni media palabra, el jefe saltó a la parte de afuera y le siguió en silencio. La lluvia azotaba sus rostros, y las suelas de los zapatos de Tito resbalaban sobre el bisel del voladizo. El jefe había llegado muy cerca de él. Escuchaban sus respectivos jadeos. Detrás de ellos, en el viaducto, les seguían las sombras de los otros dos.
El jefe gritó:
—¡Largaos de aquí! Esto es cosa de éste y mía. De los dos.
Al llegar a la mitad del viaducto, una ráfaga de viento hizo bambolear sus cuerpos. Había arreciado la lluvia, que ahora rebotaba sobre sus cabezas, cegándoles.
—Lo peor ha pasado —dijo el jefe—. De acá para allá se hace sin sentir.
Primero fue el fogonazo. Cárdeno. Cegador. Luego se oyó el trallazo. La tormenta eléctrica parecía estar a pocos metros de sus cabezas. Empezó a diluviar. Agua sesgada, rabiosa.
—Ya falta poco —dijo el jefe resoplando—. Tú, agárrate con fuerza. Los dedos hacia adentro. Y no dejes el cuerpo colgando para atrás. Las piernas, tiesas. Mírame a mí.
Empezaban a notar un mordisco en cada pantorrilla. Les dolían las muñecas. Respiraban a duras penas azotados por el vendaval.
Tito se volvió hacia el jefe.
—¿Falta mucho, Joaquín?
—Ya llegamos. Veo ahí la lucecita roja.
Al llegar al otro extremo pasaron el cuerpo por entre las varillas y se tumbaron agotados sobre la fría plancha de metal. A Tito se le había desacompasado el corazón. Sudaba un sudor de escarcha.
—¿Cuántas veces lo has pasado, Joaquín?
El jefe rompió el resuello para contestar:
—Ésta es la primera.