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Habían terminado de cenar y Carlos dijo:
—Tú entonces eras un crío. No olvides que son casi diez años los que te llevo. Con esto quiero decir que no tienes ni idea de lo que fue nuestra casa. Ni sabes cuál era la forma de pensar de papá. De todos nosotros. Entre nuestras amistades había hasta un general.
—El general Donderis —repuso Alejandro cansinamente.
—Eso es. El general Donderis. Y este general era, a su vez, amigo íntimo de don Miguel Primo de Rivera. Éramos personas de orden. Bien relacionadas. Sin beaturronerías, pero en casa se iba todos los domingos a misa. Que es lo que hay que hacer. Y lo que yo les he enseñado a mis hijos. Y lo que yo mismo sigo haciendo y, si Dios quiere, haré mientras viva. Todos tus parientes tienen títulos universitarios. Son médicos, abogados, notarios. No son chusma.
Fefa terció.
—Y hasta un ingeniero naval tenéis en la familia.
—Eso. Un ingeniero naval. ¿Qué quiere decir todo esto? Que nuestra familia fue una de tantas, de las muchísimas que hay que representan a la España tradicional. Católica. Una España a la que tratan de arruinar gentes que piensan como tú. Que, repito, eras demasiado joven entonces para recordar lo que éramos. Lo que representábamos. Y no me explico qué ganas con ello. Porque, si de verdad os lo proponéis, acabaréis arruinando a España.
—¿Por el simple gusto de arruinarla?
Carlos había bebido demasiado y tenía los labios cianóticos. Estaba excitado.
—No en tu caso. Tú contribuyes a la ruina de España porque te empeñas en jugar a redentor. Y redentor no ha habido más que uno.
Fefa terció:
—¡Y ya ves cómo le fue!
—Las cosas como son —siguió Carlos—. Y nada de utopías. Los hombres, Alejandro, no pueden ser todos iguales. Los hay altos y bajos, feos y guapos, vagos y trabajadores. Y si alguien pretende que toquemos a partes iguales se equivoca. Se equivoca, sencillamente porque eso no puede ser. Mira, hoy mismo hacemos el reparto. Tú, un millón, Fefa otro y yo otro. Al cabo de un año, o antes, uno de los tres tendría los millones de los otros dos. No te quepa la menor duda. Por lo que sea. Eso no te lo discuto. Por razones de inteligencia, de trabajo, de honestidad. De lo que quieras. ¿Cómo es posible que tú, una persona culta, educada en una casa como la nuestra, en el temor de Dios y el respeto a los demás, te dediques a predicar una igualdad en la que no crees? ¿Qué es eso del pueblo? (El pueblo soberano! Decís eso y os quedáis tan panchos. ¡Mierda! El pueblo soberano es una soberana memez. Del pueblo no se puede esperar nada. ¡Absolutamente nada! Y ahora va ese traidor de Suárez y nos mete en la Constitución que la justicia emana del pueblo soberano. ¿Tú sabes lo que significa eso? ¿Te has parado a pensarlo?
Hizo una pausa y tomó un pequeño sorbo de «Napoleón».
—Eso de que la justicia emana del pueblo significa que un día, cualquier día, pueden reunirse unos desalmados, como pasó en la zona roja, y constituirse en tribunal popular. Tú, tú y tú, al paredón. Vosotros, a la cárcel. O a la checa. Y lo que os habéis ganado a pulso con el trabajo de toda una vida, eso para el pueblo, que somos nosotros. Bueno, pues eso es lo que Suárez ha dejado correr. Como si fuera cualquier cosa. A Suárez, que ha sido falangista toda su vida, cosa que yo no fui, porque no me gusta la Falange, a Suárez le es igual decir que la justicia emana del pueblo que de la cochiquera de los cerdos del tío Facundio.
Fefa dejó escapar una risita divertida.
—¡Sí, Fefa! Le es igual. La justicia tiene que emanar de Dios. Pero él no cree en Dios ni en su Madre, ya que si fuera así él no sería un perjuro. Porque todos sabemos que juró ante los Santos Evangelios fidelidad al Movimiento. Y a Franco. Y no ha cumplido su juramento. Pero va dado. Porque esa Constitución va a votársela su madre.
—Entonces qué tienes pensado, ¿no votar? —preguntó Alejandro.
Carlos hizo una profunda inspiración. Luego dijo:
—Votaré. Claro que votaré. Pero votaré un no más grande que las pirámides de Egipto. Una Constitución que no menciona tan siquiera el nombre de Dios, no puede ser tan votada afirmativamente por ningún español digno. Además, y eso es otro cantar, es una Constitución separatista. ¿Sabes tú lo que hicieron los catalanes en el treinta y uno? Tú has leído mucho. Eras más culto que yo. Pero no has vivido la Historia como la he vivido yo. Ni la has padecido en tu carne. Si la Constitución habla de nacionalidades, y además en el artículo primero, así, para empezar, significa que en España existen varias naciones y que se les reconoce el derecho de independencia. No te extrañe, pues, que el día menos pensado estas nacionalidades reclamen su independencia real ante la ONU. ¿Cómo explicar el contrasentido entonces? Si una nacionalidad, la vasca por ejemplo, manifiesta ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que se encuentra oprimida por un centralismo que impide su pleno desarrollo político, económico y social, la ONU tendrá, al menos, que reconocerle su pleno derecho a la independencia. ¿Qué sucedería entonces? Supongo que te lo puedes imaginar.
—Entonces qué entiendes tú por democracia.
—La democracia, bien entendida, no es la suma de votos. Es un mandato imperativo.
—Será la famosa democracia orgánica.
—Llámala como quieras. Las Cortes han de servir para representar a la nación, pero no para gobernarla. Representatividad es una cosa y gobierno es otra muy distinta. Suárez no es nadie para desmembrar a España, que es una unidad indisoluble. Ni es nadie para romper la unidad sindical que teníamos y con la que hemos llegado a ser una de las primeras potencias industriales del mundo. Si quieres, podría haber representado en el Parlamento a ese bodrio político al que llaman UCD. Sólo eso. Pero ni puede romper lo que la Historia de España ha hecho durante siglos, ni puede legalizar al Partido Comunista. Por eso se merece un escarmiento. Y quizás un día lo tenga. No te quepa la menor duda. Ya verás lo que socialistas y comunistas hacen si se vota esta Constitución. De consensos, ni hablar, morena. Apretarán las tuercas. Y el empresario, que no es tonto, seguirá sin invertir. En esta situación, ya me dirás tú qué podemos hacer las personas que amamos España por encima de todas las cosas.
—¿Salvarla con un nuevo Alzamiento Nacional?
A Carlos se le tiñó la frente de rojo.
—Sin cachondeo, hermanito. Mira, he empezado diciéndote qué clase de familia éramos nosotros. Y lo que yo he tenido que luchar, primero en los campos de batalla y luego en la paz para perpetuar ese tipo de familia que son, quieras que no, d sostén de España. Y de todos los países civilizados. Esa Lolita, la miliciana, es el reverso de la medalla. ¿Qué ha hecho? Arruinar la vida de nuestro hermano, que era un santo. Un buenazo. Lo llevó al matadero, que de eso estoy muy bien informado. Y ahora, mira lo que te digo. Bien pudiera ser que sea ella la causa de la muerte de su hijo. ¿No ves ahí la mano de un Dios justiciero? Y yo te digo: si personas como Lolita, fueran las que fuesen, decidieran la destrucción de España, yo, y los que pensamos como yo, que no somos pocos, volveríamos a echarnos a la calle. No te quepa la menor duda. Y si hubiera que sacrificar los afectos más íntimos, lo haríamos sin vacilar. Sin el menor pestañeo. Así que otro Alzamiento Nacional, descartado por todos los listos como tú, no tendría nada de particular que se produjera. Franco está enterrado en Cuelgamuros, pero el Caudillo de España no ha muerto.
Encendió un cigarrillo.
—Claro que antes de que suceda esto, que es algo que todos tratamos de evitar, hay muchas bazas buenas que jugar. Suárez es un tipo mediocre.
Fefa rió.
—¿Sabes, cuñado, que aquí en Madrid, cuando uno de derechas va a un restaurante a almorzar, o a cenar, pide un Suárez? Dice, tráigame un Suárez. Y todos los camareros le entienden. En seguida te sirven un chuletón de Ávila poco hecho. Nosotros probamos y...
Carlos interrumpió a su mujer:
—¿Qué está pasando con d terrorismo? Todos sabemos que Suárez no lo para. Ni mucho menos Martín Villa. Los tiene desbordados. Y mientras tanto, españoles de una pieza, militares de alta graduación, personajes de la Magistratura, centenares de guardias civiles y de policías caen todos los días. ¿Tú crees que nosotros podemos ver eso con buenos ojos? ¿Hasta cuándo piensa la gente que lo vamos a soportar? Claro, como Suárez está protegido, que tiene guardias hasta subidos en los árboles de su jardín, a él le tiene sin cuidado. Ni derramó su sangre por España, como hicimos nosotros, que a mí casi me cuesta un brazo, ni le importa que sigamos derramándola por la misma causa. Él a lo suyo, que es medrar y hacer el payaso en la tele.
Alejandro opinó que con el terrorismo ETA no se podía acabar por la fuerza de las armas.
—Son otras medidas, de tipo político, las que habría que tomar. El asunto es mucho más delicado de lo que parece. Más complejo.
—El terrorismo ese lo termino yo en cuarenta y ocho horas —sentenció Carlos Y apretó los labios, que se le habían puesto totalmente azules—. Decreto un estado de acepción y meto allí un par de divisiones acorazadas. Luego movilizo a la Legión, ¡que tiene unas ganitas!, como hizo el Gobierno Gil Robles en el treinta y cuatro. Y registro casa por casa. Tío por tío. Y sumarísimos a mansalva. El paredón, Alejandro, es remedio santo.
—De momento. Pero a los cuatro días tendrías el mismo problema. Y más radicalizado.
—Eso lo veríamos. El Gobierno dispone de tiempo y medios para la creación de Cuerpos represivos altamente especializados. Inglaterra los tiene en el Ulster, donde ha metido al Ejército. Además, habría que acabar con algunos diputados, que para mí son charlatanes. Como ese Letamendía, que ha dicho en el Parlamento que él no es español, A ésos, a ésos es a quienes habría que apuntar antes. Con una limpieza general, el país se quedaba como nuevo. Y a los vascos los mandaba yo con sus fueros donde yo me sé. ¿O qué se han creído ellos? Todo el mundo sabe que confían en los Bancos ingleses para cuando tengan la independencia total.
—Es comprensible.
—¿Comprensible?
—Están hartos de que las riquezas de su país estén en manos aún de los patriarcas del franquismo. Los tíos no sueltan la presa ni a la de tres. La riqueza siderúrgica, la construcción, la electricidad, las minas, los ferrocarriles, los puertos, los astilleros, todo está en manos de media docena de familias. Orioles, Ybarras y compañía. Se trata de un gangsterismo procedente del franquismo y bendecido por los que siguen dominando la situación. En tales circunstancias, a mí personalmente no me parece mal que los vascos quieran ser libres en su tierra. Que busquen la prosperidad de su pueblo apoyándose en su economía. Que es de ellos. Que se hayan propuesto disfrutar de una cultura y de una tradición que es suya y solamente suya.
—Infundíos. Franco se gastó muchos miles de millones con los vascos. ¿Qué es eso de la oligarquía? Un cuento.
Fefa se disculpó.
—Me perdonaréis, pero yo estoy hecha migas —dijo—. Me he quedado sin chacha ¿sabes? Resulta que la chica que tenía, Paloma, va y me dice que se había sacado el carnet de Comisiones. Pero, Paloma, rica, le digo yo, ¿en qué está pensando usted? Y ella, muy seria, pues mire, señora que una es una trabajadora del hogar y tiene que defender sus derechos laborales. ¡Ah, y añade! Y los humanos. Supongo que no le molestará. Pues, claro que no, hija. ¿Cómo va a molestarme que usted defienda todas esas cosas, con lo bien que suenan? Pero, mire, antes de que cierren el patio hace usted su maletita. Yo le doy su paga del mes y se larga de mi casa con viento fresco. ¡Inmediatamente! Y luego me viene usted con sus reclamaciones, que yo ya me apañaré. ¿Está claro? Chico, y lo hizo en seguida. Sin rechistar. Pero cuando ya se iba, va y me dice: Señora, recibirá usted una citación del Sindicato de Empleadas de Hogar. Y yo: De acuerdo, maja. Precisamente hoy nos hemos quedado sin papel higiénico.
Se levantó riendo su propia gracia.
—Pues no faltaba más. Que tenga una que aguantar en su propia casa las impertinencias de una comunista analfabeta.
Dejó a Yalito en su capazo, y Alejandro dijo acariciando la cabeza del caniche:
—Pero los derechos laborales existen en toda Europa. En todo el mundo.
Los ojos de Fefa chispearon.
—Pero yo soy española, hijo. ¡Muy española! En cuanto a ti, mira lo que digo. El pueblo ese del que hablas todos los días en los periódicos, que tú eres uno de esos que vas a gastar la palabreja, ese pueblo nunca te dará nada. Déjalo. Que se arregle como nos arreglamos todos. Tú procura por ti. Y déjate de sandeces. Tu casa, tu mujer y tus hijos. Es la única verdad de la vida. En cuanto a esa señora con la que te has arrejuntao, ¿cómo se llama?, Eulalia, qué quieres que te diga. A mí me parece que ya sois demasiado mayorcitos pata ir jugando a amoríos imposibles. Primero fue aquella Marina. Ahora ésta. ¡Ay, los escritores! ¡Los artistas! Vosotros, sí. Seguro que habéis salido de la mano izquierda del Señor.
—¿Quién te asegura que el Señor no es zurdo? —la Biblia. Mira tú éste. —Bueno cuñado. Hasta mañana.
—Que descanses, Fefa.
Alejandro sonrió con tristeza. Se sentía cansado.