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En Mallorca-Diagonal hizo parar el taxi.
—Espéreme ahí, en el chaflán —ordenó al conductor.
—Pero no tarde, que yo tengo que comer. Y vivo en Horta.
El taxista era bizco y le miró con cara de malos amigos. Pero Carlos no se amilanó. Asomó la cabeza por la ventanilla y replicó que él, cuando trabajaba, no pensaba en la comida.
—Trabajo y nada más. ¿Lo ha oído?
El otro agitó una mano.
—¡Venga, aligere!
Cruzó la puerta del «Ritz» cabreado con los modos de la gente desde que había democracia.
En recepción se informó sobre la reserva de mesa en la «Parrilla» recién inaugurada. Un botones le acompañó a una pequeña pieza, que hacía de despacho, donde le recibió un señor pulcramente vestido con un traje gris claro de pantalones vueludos, hombreras estrechas y grandes solapas. El señor sonreía servicial. Le invitó a sentarse.
Carlos dijo que se trataba de una cena familiar.
—Mi hijo asciende a comandante —explicó poniendo cara de circunstancias— y quiero reunir a la familia antes de irme en una cena familiar. Porque yo vivo en Madrid.
—Me parece muy bien. Aquí estamos a su entera disposición.
Carlos rechazó el «winston» que le ofrecía el empleado y encendió un «dunhill» pausadamente. Cruzó las piernas un poco trabajosamente. Estiró el cuello.
—Verá usted —empezó—, a mí no me gusta el ambiente de las salas de fiesta. O eso, como se llame, el café-teatro. Nunca me han hecho feliz las marranadas. Y todo el mundo me ha hablado muy bien de la «parrilla del Ritz». Me han asegurado que el ambiente es simpático.
—Intentamos que lo sea, señor.
—Que hay una orquesta que interpreta un repertorio de canciones melódicas. De mi época.
Hizo un ademán de suficiencia con la mano que enarbolaba el «dunhill» por la boquilla.
—Que, a mi modesto, entender, son las únicas canciones que se pueden oír. ¿Cómo se llama su director?
—Bernard Hilda. Se hizo muy famoso aquí en los años cuarenta con sus violines mágicos. Ahora toca el piano.
—Sí. Lo recuerdo.
—Y tenemos a la famosa Patachou. Una delicia de mujer. Mayor por supuesto, pero con un arte exquisito.
El empleado se animó.
—Nosotros hemos procurado reconstruir «la parrilla» exactamente igual que estaba entonces. Mobiliario, decoración, todo. El ambiente, ya le digo es el mismo de aquella época feliz. En cuanto al público, hay de todo. Clientes de su edad, que disfrutan recordando canciones de la época. Como aquello de Bonet de San Pedro, Carita de ángel, Paisajes lindos, Carpintero. O lo de Miguel Valdés. ¿Recuerda Noche misteriosa?
Carlos tarareó:
Cuando silenciosa,
la nocbe misteriosa...
El empleado se llevó la mano a la frente.
—Veo que tiene usted buena memoria. Pues, aparte de las personas de su edad, nos visita mucha gente joven. Chicos con dase. De los que se niegan a ser moderaos. Porque la verdad es que, aunque parezca paradójico, ser moderno ha dejado de ser moderno. Y es que el revival se impone. Vuelven las viejas canciones. Ya sabe, Bonet de San Pedro como le he dicho. Lo de Riña Celi, Jorge Sepúlveda.
—La nostalgia de los tiempos mejores.
—En parte. Yo creo que, además, se trata de cambiar la imagen de la juventud. Poco a poco. Así como hace un tiempo la gente bien, los jóvenes, se dejaban melenas y vestían de cualquier modo, que más bien parecían desharrapados, ahora se tiende a la separación de clases. Se empieza por la indumentaria. Recuerde usted que en la revolución francesa hubo una época en que los hijos de los nobles se vestían como mendigos. Sansculottes les llamaban. Y cambió el gesto. El ademán. La conversación. Todo. Pues aquí ha sucedido lo mismo. Pero, afortunadamente, esa oleada de frivolidad ha pasado.
—¿Cree usted que ha pasado?
—Por supuesto que sí. No olvide que los padres jóvenes, los que tienen hijos de doce a quince años, pongamos, ya les inculcan que no sean tan modernos. El pelo corto, el traje, el gabán o la trinchera años cuarenta, con hombreras, se está imponiendo. Y la moda de la mujer, ya lo ve usted. La misma de los cincuenta. Hasta zapatos topolino empiezan a verse. Igual que los peinados.
Hizo una pausa.
—La verdad sea dicha —continuó—, no se podía seguir viendo las calles llenas de melenudos. Era un espectáculo denigrante.
Carlos dijo que en la República pasó lo mismo.
—Fue como una epidemia. De repente la gente se quitó el sombrero. La moda del sinsombrerísmo arruinó a todos los sombrereros de España. Después vino el sincorbatismo. Tuvo que producirse la guerra para que en la zona nacional se restableciera el uso de esas prendas. ¡En pleno mes de agosto se llevaba chaqueta y corbata! Y después de la guerra, también.
—¿Qué va a quedar de estas modas, señor Acosta? Los hippies están de capa caída. Pasotas los hay. Y los habrá siempre. Pero son los menos. Yo creo que de los hábitos de los comienzos de la democracia, es decir, desde la muerte del Caudillo hasta un par de años después, sólo queda el horterismo de los barrios periféricos. Mecánicos melenudos. Chavalines con motos ruidosas que imitan al Travolta ese. Discotequeros de pueblo. Pero ya verá usted cómo también éstos acaban imitando a los señoritos de siempre, y lo de señoritos no es peyorativo. Al contrario, porque donde está la distinción y la elegancia que se quite todo lo demás.
Después de concretar la fecha y el número de plazas, Carlos se despidió amablemente del empleado.
Cuando salió, el taxi había desaparecido. Fue preciso, pues, que el portero llamara otro.