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Primero el Abwehr alemán. Luego el Secret Service. Y ahora, el Deuxième Bureau. Y todo ello en el curso de solamente noventa y seis horas.
«Hace cuatro días -se dijo Thomas- vivía en Londres, era un respetado ciudadano y un banquero privado de mucho éxito. ¿Quién me creerá todo esto cuando lo cuente en el club?»
Thomas Lieven se pasó su mano delgada y larga por el pelo negro que llevaba muy corto y dijo:
—Mi situación parece desesperada, pero no grave. Después de una excelente cena camino sobre las ruinas de mi existencia burguesa. Voilà, un momento histórico. ¡Emile!
El anciano maître se acercó presuroso.
—Tenemos motivo para celebrar. Champaña, ¡por favor!
Mimí besó cariñosa a su amigo.
—¿Verdad que es un encanto? -le preguntó al coronel.
—Monsieur, me inclino ante su decisión -dijo Siméon-. Me ha hecho usted muy dichoso al decidirse a trabajar con nosotros.
—No me queda otro remedio.
—Da lo mismo.
—Mire, sólo podrán contar conmigo mientras dure mi proceso. Una vez lo haya ganado, tengo la intención de residir de nuevo en Londres. ¿Está claro?
—Muy claro, monsieur -dijo Siméon, y sonrió como si fuera un adivino, sonrió como si ya supiera entonces que Thomas Lieven no ganaría su proceso y nunca más viviría en Londres.
—Por lo demás -dijo Thomas-, es un enigma para mí en qué terreno puedo ser de algún valor para ustedes.
—Usted es banquero.
—¿Y bien?
Siméon guiñó un ojo.
—Madame me ha contado lo muy hábil que es usted.
—Pero, Mimí -dijo Thomas, volviéndose hacia la joven actriz del pelo negro y reluciente y los ojos divertidos-, has sido muy indiscreta.
—Madame lo ha hecho por la causa nacional. Es una encantadora personalidad.
—Supongo está usted en condiciones de juzgarlo, coronel.
Y Mimí y Siméon respondieron entonces al mismo tiempo
—Como oficial le doy mi palabra de honor...
—Pero, chérie, esto fue antes de conocerte a ti...
Los dos se interrumpieron y rieron. Mimí se apretujó contra Thomas. Estaba terriblemente enamorada de aquel hombre, que daba la impresión de ser tan serio y cuando convenía lo era tan poco, que se parecía al prototipo del banquero caballero inglés, pero era más amable e ingenioso que los otros caballeros que conocía Mimí... Y conocía a muchos caballeros.
—Antes de conocerme -dijo Thomas Lieven-. Bien. Está bien... Mi coronel, a juzgar por sus palabras, ¿debo considerarme como consejero financiero del servicio secreto francés?
—Exacto, monsieur. Le confiarán a usted misiones especiales.
—Permítame que antes de que nos sirvan el champaña me sincere con usted -dijo Thomas-. A pesar de mi relativa juventud tengo ya ciertos principios a los que me aferró. En el caso de que considerara usted que son opuestos a mi nueva actividad, le ruego me instruya al efecto.
—Voilà, sus principios, monsieur...
—Me niego a llevar un uniforme, coronel. Tal vez resulte incomprensible para usted, pero no disparo contra seres humanos. No intimido a nadie, no arriesgaré a nadie y no atormentaré a nadie.
—Por favor, monsieur, es usted demasiado valioso para nosotros para destinarle a esas pequeñeces.
—No dañaré a nadie y no robaré a nadie..., a no ser que sea dentro de los límites permitidos de mi profesión. Pero en este caso, sólo cuando esté convencido de que la persona en cuestión se lo merece.
—Monsieur, no tema usted, podrá ser fiel a sus principios. Lo que nos interesa es su cerebro de usted.
Emile llegó con el champaña.
Bebieron y luego dijo el coronel:
—He de insistir, sin embargo, en que tome usted parte en un cursillo de preparación para agentes secretos. ¡Esto lo exige así el reglamento! Hay ciertos trucos muy refinados que usted desconoce. Procuraré que le manden lo antes posible, a nuestro campamento especial.
—Pero no esta noche, Jules -dijo Mimí, y acarició la mano de Thomas Lieven-. Para esta noche ya sabe lo suficiente...
A primeras horas de la mañana del 30 de mayo de 1939 dos hombres fueron a recoger a Thomas Lieven en casa de su amiga. Los hombres llevaban unos trajes de confección barata y pantalones arrugados. Eran unos subagentes mal pagados.
Thomas llevaba un traje gris oscuro «pepita», camisa blanca, corbata negra, sombrero negro, zapatos negros y, claro está, su amado reloj de repetición. Llevaba consigo una pequeña maleta.
Aquellos caballeros tan serios mandaron subir a Thomas a un camión. Cuando quiso mirar hacia el exterior vio que el toldo estaba herméticamente cerrado.
Al cabo de cinco horas empezaron a dolerle los huesos. Cuando, por fin, se detuvo el camión y le invitaron a bajar se vio Thomas en una región triste y desolada. Un terreno ondulado aparecía rodeado de altas alambradas. Al fondo, delante de un bosquecillo, vio Thomas un edificio gris. A la entrada al mismo había un soldado armado.
Los dos caballeros mal trajeados se acercaron al centinela y le presentaron una serie de credenciales que el soldado estudió con expresión grave.
Thomas vio entonces a un viejo campesino que conducía un carro cargado de leños.
—¿Te queda mucho trecho, amigo? -preguntó Thomas.
—¡Diablos! Quedan unos buenos tres kilómetros hasta San Nicolás.
—¿Y dónde está eso?
—Allí abajo, delante mismo de Nancy. -¡Ah!
Regresaron sus dos acompañantes. Uno de ellos le dijo:
—Perdone usted que le encerráramos en el camión. Es una orden. En caso contrario hubiese podido reconocer la región en donde nos encontramos. Y en modo alguno debe saber usted dónde nos hallamos. -¡Ah!
El viejo edificio estaba instalado como un hotel de tercera categoría. «Muy pobre -se dijo Thomas-, esos caballeros no parecen disponer de mucho dinero. Confiemos en que no haya chinches. ¡Vaya situación!»
Además de Thomas participaban en el nuevo cursillo otros veintisiete agentes, principalmente franceses, pero también había dos austriacos, cinco alemanes, un polaco y un japonés.
El director del cursillo era un hombre delgado y pálido de color de cara poco sano, tan misterioso y deprimido, tan engreído y tan inseguro de si mismo como su colega alemán, el comandante Loos, a quien Thomas había conocido en Colonia.
—Caballeros -les dijo a los aspirantes a agentes secretos-, soy Júpiter. Por la duración del cursillo cada uno de ustedes llevará un nombre falso. Les doy media hora de tiempo para que inventen una historia falsa de su vida. Y esta nueva identidad habrán de defenderla ustedes en todo momento y en todo lugar. Yo y mis compañeros haremos todo lo posible para demostrarles que no son ustedes lo que fingen ser. De modo que busquen una identidad que puedan sostener contra nuestros ataques.
Thomas se decidió por el nombre tan prosaico de Adolf Meier. Jamás invertía su fantasía en empresas poco remuneradas.
Por la tarde le dieron un traje gris de entrenamiento. Sobre el pecho le habían bordado su nombre falso. Los restantes alumnos llevaban el mismo traje.
La comida era mala. El cuarto a que destinaron a Thomas era horrendo y la ropa de cama basta. Antes de dormirse hizo sonar nuestro amigo su amado reloj de repetición, cerró los ojos y se imaginó que se hallaba tumbado en su bonita cama de Londres. A las tres de la madrugada le despertaron unos terribles gritos.
—¡Lieven! ¡Lieven! ¡Vamos, despierte usted ya, Lieven!
Bañado en sudor se despertó Thomas y suspiró:
—¡Aquí estoy!
Al instante siguiente recibió dos ruidosos bofetones. Junto a la cama estaba Júpiter y sonreía con expresión diabólica y decía:
—Tenía entendido que se llamaba usted Meier, señor Lieven. Si le ocurre esto en la práctica es usted hombre muerto. Buenas noches, siga durmiendo bien.
Thomas no durmió bien. Meditaba cómo rehuir nuevos bofetones. Pronto lo descubrió. Durante las noches siguientes Júpiter se hartaba de gritar, pero Thomas se incorporaba lentamente en la cama y decía:
—¿Qué quiere usted de mí? Yo me llamo Adolf Meier.
—¡Vaya dominio tiene usted sobre sí mismo!
No sabía que antes de acostarse Thomas se tapaba los oídos con algodón en rama...
Enseñaron a los alumnos a trabajar con venenos, explosivos, metralletas y revólver. De diez disparos comprobó Thomas, con gran asombro por su parte, que ocho habían dado en el centro matemático de la diana.
—Casualidad -dijo, aturdido-. No sé disparar.
Júpiter rió feliz.
—¿Que no sabe disparar usted, Meier? ¡Posee, usted un talento natural!
De los siguientes diez disparos nueve dieron en el blanco y Thomas comentó, emocionado:
—El hombre es un enigma para él mismo.
Este reconocimiento no le permitió conciliar el sueño durante la noche siguiente. Se preguntaba: «¿ Qué me ocurre? Un hombre que ha sido sacado de ese modo de sus cauces debería estar desesperado, emborracharse, suicidarse. Pero, ¿acaso estoy desesperado, me emborracho o pienso en el suicidio?
»Pues, no.
»A mí mismo puedo confesarme la horrible verdad: Toda esa aventura empieza a divertirme, sí, me divierte. Soy joven. No tengo familia. ¿Y quién pasa ya por una experiencia tan extraordinaria?
»Servicio secreto francés. Esto quiere decir que conspiro contra mi país, contra Alemania. ¡Alto! ¿Contra Alemania... o contra la Gestapo?
»Entendámonos.
»Pero que además sepa disparar..., ¡inaudito! Ya sé por qué todo esto me divierte más que me asusta. Porque he ejercido una profesión tan seria. Había de fingir continuamente. En realidad, todo eso se corresponde mucho más a mi modo de ser. ¡Diablos, vaya carácter el mío!»
Aprendió el sistema Morse. Aprendió a escribir en clave y a descifrar un escrito en clave. Para tal fin repartió Júpiter unos viejos ejemplares de la novela El conde de Montecristo.
—El sistema es muy sencillo. En la práctica llevarán ustedes este libro consigo. Reciben ustedes la clave. Tres cifras que varían continuamente. La primera cifra es la página de la novela que han de usar ustedes, la segunda cifra la línea en la página y la tercera la letra en la línea. Esta letra es la base de partida. Y partiendo de la misma, elegirán ustedes las otras letras...
Júpiter repartió unas hojas de papel en donde habían unos mensajes en clave.
La mitad de la clase los descifró, la otra mitad fracasó, entre éstos también Thomas Lieven. Su resultado era:
—Twmxdtrre illd m ionteff...
—Otra vez -insistió Júpiter.
Lo intentaron una vez más con el mismo resultado, la mitad sí, la otra mitad no.
—Y aun cuando tengan que trabajar toda la noche -dijo Júpiter.
Trabajaron, durante toda la noche.
Al amanecer comprobaron que les habían dado dos ediciones diferentes de la novela, es decir, la segunda y la cuarta. La cuarta presentaba unas abreviaciones y por esto tenía unas pocas páginas menos.
—Esto no suele suceder en la práctica -dijo Júpiter, pálido, pero siempre fanático.
—Desde luego -dijo Thomas Lieven.