16
Lentamente, nuestro amigo fue recuperando el conocimiento. Su cráneo retumbaba. Se sentía mareado, tenía un frío intenso. Y se decía: «Los muertos no tienen sensaciones de ninguna clase. Los muertos no sufren de dolores de cabeza y tampoco tienen frío. Por consiguiente: todavía estoy con vida.»
Muy precavidamente abrió Thomas el ojo derecho. Estaba tendido en la popa de una barca pesquera que olía muy mal. El motor zumbaba de un modo nervioso.
Manejaba el timón un pequeño y arrugado portugués, que llevaba puesta una chaqueta de piel y una gorra de visera. Sostenía una pequeña pipa apagada entre los dientes. A lo lejos se veían subir y bajar las luces de la costa. La mar estaba movida. La barca enfilaba hacia la mar abierta. Con un suspiro, abrió Thomas también el ojo izquierdo.
En el banco, a su lado, se sentaban dos individuos. Los dos llevaban abrigos de piel negra y presentaban expresiones muy sombrías. Y los dos sostenían revólveres en sus manos, grandes y feas.
Thomas Lieven se incorporó a medias e hizo un esfuerzo para hablar:
—Buenas noches, caballeros. En el aeropuerto no tuve ocasión de saludarles. ¡Pero la culpa es de ustedes! No hubiesen debido dejarme sin sentido y cloroformizarme de un modo tan rápido.
El primero de los individuos habló con acusado acento hamburgués:
—Le prevengo, Thomas Lieven. ¡El menor intento de huida y se la largo!
El segundo individuo habló con acusado acento sajón:
—Ha terminado su juego, señor Lieven. Vamos camino de regreso a la patria.
Thomas preguntó, interesado:
—¿Es usted oriundo de Dresde?
—Cheerio! -respondió Thomas, y tomó un sorbo muy largo.
«Por fin lograré eliminar ese repugnante gusto a cloroformo en la garganta», se dijo.
Desde fuera llegaban unos violentos gritos.
—¿Quiénes son?
—Nuestro timonel y el suyo. Una conversación entre expertos sobre la cuestión de la responsabilidad -replicó él desconocido, que llevaba un traje azul impecable y gafas con montura de concha-. Desde luego, la culpa la tuvo el timonel de usted. No se navega sin luces de posición. ¿Un poco más de hielo?
—Gracias, no. ¿Y dónde están mis dos... acompañantes?
—Bajo cubierta. Supongo que le alegrará saber que están a salvo.
«Será mejor coger, ya desde un principio, al toro por los cuernos», se dijo Thomas.
—Le agradezco que me haya salvado de la muerte. Y no me refiero a la muerte ahogado en el mar.
—¡A su salud, comerciante Jonás!
—¿Decía usted?
—Para nosotros es usted el comerciante Jonás. En realidad, no sabemos todavía cómo se llama. -«Gracias a Dios», se dijo Thomas-. Y lo más probable es que no nos lo diga usted...
—Desde luego que no...
«Vaya suerte haber depositado todos mis papeles en la caja fuerte de la hermosa cónsul Estrella. Durante todo el tiempo no he logrado liberarme del presentimiento de que iba a sucederme una cosa así.»
—Le comprendo perfectamente. Y comprendo también que sólo hablará usted con los más altos jefes. ¡Un hombre como usted! ¡Una persona muy importante!
—¿Que yo soy una persona muy importante?
—Mire usted, si el Abwehr alemán intenta sacarle a usted de Portugal en un submarino, tiene que serlo. ¡No puede imaginarse todo lo acaecido durante estas últimas cuarenta y ocho horas por su causa! Esos preparativos. ¡Monstruoso! Abwehr, Berlín... Abwehr, Lisboa. ¡Submarino en el punto de destino 135 Z! Los alemanes nunca habían mandado tantos telegramas como estos últimos días. Comerciante Jonás..., comerciante Jonás..., comerciante Jonás ha de ser trasladado a toda costa a Berlín... ¿Y niega aún ser un personaje importante? No sea ridículo. ¿Deseaba algo, comerciante Jonás?
—¿Podría..., podría servirme un poco más de whisky?
Le sirvieron otro whisky doble a Thomas Lieven. El caballero de las gafas de concha se preparó otro para él y dijo en voz alta:
—¡Por los cinco mil dólares, Baby Ruth puede muy bien servirnos otra botella!
—¿Baby Ruth? ¿Cinco mil dólares?
El caballero rió divertido.
—Comerciante Jonás, ¿no ha comprendido aún que está hablando con un agente del Secret Service?
—Sí, eso lo he comprendido.
—Llámeme usted Roger. Desde luego, no me llamo así. Pero un nombre falso vale tanto como cualquier otro..., ¿no le parece?
«Dios santo, ya volvemos a las andadas -se dijo Thomas Lieven- Cuidado, he de tener mucho cuidado. He logrado escapar de los alemanes. Pero ahora he de liberarme de los ingleses. He de ganar tiempo. Meditar. Ser muy prudente.»
—Está usted en lo cierto, señor Roger. Repito mi pregunta: ¿Baby Ruth? ¿Cinco mil dólares?
—Comerciante Jonás, cuando nosotros, y por «nosotros» me refiero a los muchachos del servicio de información británico en Lisboa, comprobamos el histérico intercambio de mensajes alemán, informamos al instante al M 15 en Londres...
—¿Quién es el M 15?
—El jefe de nuestro servicio de contraespionaje.
—Ajá -comentó Thomas. Y se dijo: «Dios santo, qué alegría si de una vez para siempre pudiera abandonar este continente tan peligroso; aquí nos jugamos la vida a cada momento que pasa.»
—Y M 15 telegrafió: «¡Carta blanca!»
—Comprendo.
—Reaccionamos con la velocidad del rayo.
—Comprendo.
—... ¡El comerciante Jonás no había de caer en manos de los nazis! Ja, ja, ja... ¿Otro whisky a la salud de Baby Ruth?
—Dígame ya de una vez quién es esa Baby Ruth...
—La señora Ruth Woodhouse, sesenta y cinco años de edad. Ha sobrevivido a dos ataques de apoplejía y cinco maridos...
—¡Un récord!
—¿No recuerda los aceros Woodhouse? ¿Los carros de combate Woodhouse? ¿Las ametralladoras Woodhouse? ¡Una de las dinastías americanas más antiguas en la fabricación de armamentos! ¿Nunca ha oído hablar de ellos?
—Temo que no.
—Yo diría que es un fallo en su educación.
—Usted la acababa de completar. Gracias.
—Ha sido un placer. Bien, el yate es propiedad de esa dama. Por el momento pasa temporada en Lisboa. Cuando averiguamos lo del submarino, hablamos con ella. Al instante puso su yate a nuestra disposición por cinco mil dólares. -El hombre que se hacía llamar Roger se acercó de nuevo al bar-. Todo salió a pedir de boca, comerciante Jonás.
«Eso mismo me han dicho ya una vez esta noche», se dijo Thomas Lieven. Y añadió muy cortés, en voz alta:
—Organización británica.
Roger se adentró por las reservas alcohólicas de la millonaria americana como un lobo por entre un rebaño de corderos.
—Seguimos cada uno de sus pasos, comerciante Jonás -dijo el hombre muy divertido-. ¡No le hemos perdido de vista un solo instante! Yo estaba al acecho aquí, en el punto de destino 135 Z. Me comunicaron por radio que los alemanes le habían atacado y secuestrado al salir del campo de aviación. Me comunicaron, igualmente, que la barca de pesca se había hecho a la mar. Ja, ja, ja...
—¿Y qué ocurrirá ahora?
—Todo saldrá a pedir de boca... Presentaremos denuncia contra el portugués... ¡Él tiene la culpa del incidente! Hemos mandado ya una información previa por radio. De un momento a otro hará acto de presencia aquí una lancha patrullera que se hará cargo del portugués y de los dos alemanes.
—¿Y ustedes?
—Nada. Ya habíamos informado previamente que teníamos la intención de darnos una vuelta por aquí.
—¿Y yo?
—Tengo orden de llevarle, bajo mi responsabilidad, a la villa del servicio de información británico en Lisboa. ¿O prefiere acompañar a sus amigos alemanes?
—En modo alguno, señor Roger, en modo alguno... -dijo Thomas Lieven. Y sonrió, mientras se preguntaba: «¿Es todavía agua de mar lo que tengo en la frente o son ya gotas de sudor?»