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«¡Maldita sea!-exclamó Thomas Lieven para sí-.¿Acaso nunca lograré salir de este aquelarre? Adiós, dulce velada...»
—El comandante Débras es amigo mío -anunció Josefina.
—Un hombre feliz -dijo Thomas, malhumorado. Fijó su mirada en el comandante-: Hace ya semanas que el coronel Siméon le está esperando a usted en Toulouse.
—Ayer mismo llegué aquí. He tenido una fuga muy difícil, monsieur Lieven.
Josefina dijo:
—Maurice no puede dejarse ver en Toulouse. Su cara es demasiado conocida. La ciudad está llena de agentes alemanes y de confidentes franceses.
—Madame -dijo Thomas-, me abruma usted con tan buenas noticias.
Conmovido, habló el comandante:
—Sé lo que trata usted de insinuar con ello, monsieur Lieven. Pocos han corrido peligros mayores por la causa de Francia que usted mismo. ¡Cuando vaya a Londres informaré al general De Gaulle con qué valentía y osadía supo defender la cartera negra frente a un general alemán!
La cartera negra...
¡Hacía días que, por culpa de la cartera, Thomas Lieven no podía conciliar el sueño!
—La cartera la tiene en Toulouse el coronel Siméon.
—No -dijo Débras muy amable-, la cartera está bajo la caja de herramientas en el portaequipajes de su coche.
—¿De mi...?
—De su pequeño Peugeot, que está aquí, en el parque. Venga usted, señor Lieven; vamos a recogerla rápidamente antes de la cena y...
«Me han tendido una trampa -se dijo Thomas Lieven fuera de sí-. Siméon, Mimí y Jeanne me han tendido una trampa. ¿Qué hacer ahora? Es verdad, no he querido que el servicio secreto alemán se apoderara de la cartera. Pero tampoco quiero que caiga en manos, del servicio secreto francés... Sólo conseguiría derramar más sangre, francesa y alemana... Y yo no quiero que corra la sangre. Siempre he sido un hombre pacífico. Vosotros me habéis convertido en un agente secreto. Ojalá me hubieseis dejado en paz... ¡Ahora pagaréis las consecuencias!»
Estos pensamientos abrumaban a Thomas Lieven, mientras a la izquierda de Josefina Baker y frente al comandante Débras se sentaban a la mesa y probaba los exquisitos platos que él mismo había preparado.
La cartera negra estaba ahora sobre un bufete junto a la ventana. En efecto, la habían encontrado en el portaequipajes de su coche.
Mientras comía con apetito, explicó Débras cómo la cartera había llegado hasta allí.
—Monsieur Lieven, ayer telefoneé a Siméon. Le pregunté: ¿Cómo recuperar la cartera negra? Y él contestó: «Usted no puede venir a Toulouse; aquí le reconocerían. Pero este fantástico Lieven, este hombre tan extraordinario, hace ya semanas que recorre la región de un lado al otro comprando víveres. Nadie se extrañará de verle. Él le entregará la cartera.» -Débras exclamó entusiasmado-: Maravilloso este relleno, ¿qué es?
—Cebollas al vapor, tomates y hierbas. ¿Y para qué tanto, misterio, comandante? Siméon pudo haberme informado.
—Yo mismo le di la orden. No le conocía aún a usted...
—Por favor, sírvanse ustedes. -Y Josefina dirigió a Lieven una de sus más encantadoras sonrisas-. Ha sido mejor así. Ya ve usted cómo la cartera ha llegado a buen destino.
—Sí, ya lo veo -asintió Thomas.
Y volvió la mirada hacia aquella estúpida cartera con las estúpidas listas que podían costar la vida a centenares de personas. Él la había defendido heroicamente contra los alemanes y ahora había caído en manos de los franceses.
«Es una verdadera lástima -se dijo Thomas Lieven-, sin política, sin servicios secretos, sin violencias y sin guerras, ésta hubiese podido ser una velada encantadora.»
Recordó un verso de la «Ópera de los tres peniques»:
Por desgracia, en este planeta,
los medios son escasos y los hombres rudos.
¿Quién no gustaría de vivir en paz y armonía?
Pero las circunstancias no son así...
«Sí-se dijo Thomas Lieven-, las circunstancias no son así.»
Y por este motivo desde aquel momento pronunciaba frases que nada tenían que ver con los pensamientos que le dominaban.
Thomas Lieven dijo:
—Voy a servir ahora una especialidad que en honor a madame he bautizado con el nombre de «Huevos a la Josefina» -y, en su interior, pensaba: «No quiero que Débras se quede con la cartera. Él me es simpático. Josefina me es simpática. No quiero causarles el menor daño. ¡Pero tampoco quiero, ni puedo prestarles el menor servicio!»
El comandante quedó entusiasmado por los huevos preparados por Thomas Lieven.
19 de agosto de 1940
El plato de huevos de Thomas Lieven encantó a la «Venus negra»
Nidos de embutido
Se toma una clase de embutido que pueda cortarse en anchas y sólidas rodajas y se cortan del ancho de un centímetro, sin quitar la piel. En una sartén se calienta grasa, se echan las rodajas del embutido y se dejan calentar durante poco tiempo para que se ahuequen, formando un nido. Se separan las rodajas rápidamente del fuego y se colocan sobre una fuente, se rellenan algunos nidos con crema de manzana (manzanas y rábanos picantes rallados, un poco de vinagre y sal), y otros con un relleno de cebollas hervidas, tomates y perejil, puerro y aceite de oliva. Se come con un fuerte pan aldeano.
Huevos «Josefina»
Se prepara primero una salsa blanca de 110 gramos de mantequilla, 50 gramos de harina y un cuarto de litro de leche, en la que más tarde se baten dos yemas de huevo. Es importante aquí añadir primero la mantequilla y después la harina, pero debe agitarse de tal manera, que ambos permanezcan claros, y la leche se añade agitando continuamente. La salsa debe ser espesa, y las yemas se añaden solamente en el momento de quitar aquélla del fuego. Algo de nuez moscada aumenta el buen sabor.
Esta salsa blanca, indicada también para otras recetas, puede completarse, en este caso, con jamón finamente picado y queso parmesano. Se añaden después «huevos perdidos», de modo que queden bien cubiertos por la salsa, se cubre otra vez con queso parmesano y copos de mantequilla y se pone al horno en el molde durante cinco minutos. Pequeño truco para los «huevos perdidos»: un huevo verdaderamente «perdido» debe ser solamente blando como una ciruela, y, a pesar de ello, sostenerse sin cáscara. Para conseguir esto, se dejan resbalar los huevos con cuidado de la cáscara a la mezcla agua-vinagre.
Después de sus buenos tres minutos, se extraen, a ser posible, con un tamiz, se introducen en agua fría y se les seca -una vez completamente fríos- cuidadosamente con un paño.
Al comprar la repetidamente mencionada nuez moscada, es preciso tener en cuenta que las buenas nueces son redondas, pesadas y aceitosas, y que al rallarlas no deben desmenuzarse. Las nueces relativamente ligeras carecen, por lo general, de aroma y están a menudo picadas por los gusanos. El recubrimiento, ligeramente harinoso de la nuez procede del agua caliza en que se depositan las nueces antes de su envío para protegerlas de los insectos.
Frutas a la sueca
Una lata de compota mezclada, bien enfriada en la nevera, rociada con algo de ron y cubierta con abundante nata líquida. Caso necesario, puede utilizarse también nata batida de lata.
—Deliciosos, monsieur, ¡es usted realmente un gran hombre!
—¿Ha puesto nuez moscada? -preguntó Josefina.
—Una pizca solamente, señora -contestó Thomas Lieven-. Lo más importante es fundir primeramente la mantequilla y luego batir la harina, pero de modo que no pierda su color blanco.
Thomas Lieven se decía:
«Comprendo a Josefina y comprendo a Débras. El país está lleno de peligros, nosotros los hemos invadido, ellos quieren defenderse, quieren defenderse contra Hitler. ¡Pero yo, yo no quiero mancharme las manos de sangre!»
—Después se añade un poco de leche, sin dejar de removerlo todo hasta que la salsa está muy espesa.
Thomas Lieven pensaba:
«En esa estúpida escuela de espionaje, en Nancy, me dieron un libro para aprender a descifrar las claves. Al héroe de la novela le ocurría algo parecido a mí. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí; el conde de Montecristo...»
Y con lengua de ángel, comentó Thomas Lieven:
—¿Piensa usted trasladarse a Inglaterra, comandante Débras? ¿Y qué ruta tomará usted?
—Por Madrid y Lisboa.
—¿Y no será demasiado peligroso?
—Poseo todavía un pasaporte falso.
—A pesar de ello. Tal como ha dicho acertadamente madame, el país está lleno de confidentes. Si descubren la cartera en su poder...
—He de correr este riesgo. A Siméon le necesitan en París, ha de regresar allí. No tengo a nadie...
—Sí.
—¿Quién?
—¡Yo!
—¿Usted?
«¡Que el diablo se lleve a todos los servicios secretos del mundo!», se dijo Thomas Lieven. Y añadió, con mucha pasión, en voz alta:
—En efecto, yo. No puedo pensar siquiera que los alemanes lleguen a apoderarse de la cartera. -«Y me resulta tan insoportable pensar que esté en vuestro poder.» Usted me conoce ahora y sabe que soy un hombre de confianza. -«Si supierais lo poco de fiar que soy»-. Además, eso me divierte. Ambición deportiva. -«Ojalá pudiera vivir como un ciudadano pacifico.»
Josefina levantó la mirada de sus huevos y dijo:
—Monsieur Lieven está en lo cierto, Maurice. Tú eres para los alemanes y sus confidentes lo mismo que el paño rojo para los toros.
—Desde luego, cbérie. Pero, ¿cómo salvar la cartera negra del Abwehr alemán?
«Del Abwehr alemán y de todos los otros servicios secretos», se dijo Thomas Lieven.
—En Toulouse he conocido a un banquero llamado Lindner. Espera a su esposa para trasladarse a América del Sur. Me ha ofrecido que sea su socio. Emigraremos desde Lisboa.
Josefina se volvió de nuevo a Débras.
—Os podríais citar en Lisboa.
—¿Y por qué habría usted de hacer una cosa así? -preguntó Débras.
—Por convencimiento -dijo Thomas Lieven, muy convencido.
—Le estaría obligado a un agradecimiento eterno -dijo Débras, meditabundo.
«Todo a su debido tiempo», se dijo Thomas Lieven.
—Además, este viaje a los dos nos ofrece otras posibilidades.
«Para mí, desde luego.»
—Llamaré la atención de mis perseguidores sobre mi persona. Y usted y la cartera negra estarán a salvo...
«Exacto.»
—Yo iré en el tren por Madrid, y usted, monsieur Lieven, con su visado de tránsito, tomará el avión en Marsella...
«Eres maravilloso. Confío que algún día no me lo tomaréis a mal. Pero, ¿acaso una persona decente puede actuar de un modo diferente de como lo estoy haciendo ahora? Yo no quiero que mueran los agentes franceses. Y tampoco quiero que mueran los soldados alemanes. ¡No solamente hay nazis en mi país!»
—Yo considero que es la mejor solución, comandante Débras. Usted es un hombre conocido y perseguido. Yo sigo siendo una hoja en blanco para el Abwehr alemán...