8

En Portugal comen muy pocas patatas. Sin embargo, Francesco, el cocinero de la cárcel, les sirvió a los presos Leblanc y Alcoba el 15 de noviembre una docena de patatas en su piel de las más hermosas que había encontrado en el mercado.

Tal como le había ordenado, Francesco calentó las patatas al vapor y las sirvió medio crudas. Tal como le indicaron los dos presos, partió las patatas limpiamente en dos mitades con un cuchillo muy afilado.

Tan pronto como quedaron a solas, los dos presos se levantaron de la mesa sin haber probado bocado. Thomas tenía mucho que hacer. Sobre una mesilla, junto a la ventana, colocó la orden de puesta en libertad que Lázaro había rellenado con la máquina de escribir y la carta en la que el fiscal general rechazaba la solicitud del preso Maravilha. Esta carta llevaba el sello del fiscal general.

Thomas puso manos a la obra, recordando las valiosas enseñanzas del pintor y falsificador de pasaportes Reynaldo Pereira. Lázaro, el jorobado, seguía todos sus movimientos con la más viva atención.

Thomas cogió la mitad aún caliente de una patata y la presionó sobre el sello del fiscal general. Un cuarto de hora más tarde retiraba la patata y en el tubérculo se veía impreso, al revés, el sello del fiscal general.

—Y ahora viene lo principal -dijo Thomas, hablando entre dientes y temblando ligeramente con las comisuras de los labios, tal como se había ido acostumbrando a hacerlo durante aquellos últimos días-. Dame la vela, Lázaro.

De debajo de su colchón sacó Lázaro una vela y cerillas que había robado en el despacho del administrador. Y con estos dos utensilios pensaba también hacer desaparecer el pelo de la cabeza de Thomas.

Lázaro encendió la vela. Thomas colocó muy prudentemente la mitad de la patata encima de la llama.

—Los expertos llaman a eso hacer una campana -le explicó a Lázaro, que le contemplaba con gran admiración. «Dios mío, ¿será posible que algún día les pueda contar todo esto a mis amigos en el club?»-. Mira cómo él solo cobra vida. Unos segundos más y...

Y con un movimiento muy elegante, presionó Thomas la «campana» cálida y húmeda sobre el permiso en el puesto exacto donde debía figurar el sello. La presionó ligeramente, dejó reposar la patata durante un cuarto de hora. Cuando la retiró, el sello era perfecto.

—¡Fantástico! -exclamó Lázaro.

—Ahora, a comer -propuso Thomas-. Lo restante lo haremos luego.

El resto era lo siguiente: cada mañana, Lázaro abría las cartas recién llegadas del fiscal general. Todas las mañanas abría estos sobres. Pero aquella mañana había abierto con sumo cuidado un sobre que había sido pegado de un modo deficiente. Obtuvo pleno éxito. Y se había llevado el sobre con él y un tubo de goma de pegar.

Después del almuerzo dobló Thomas cuidadosamente el permiso, lo metió en el sobre verde que llevaba la fecha del día anterior y lo cerró con cariño. Y por la tarde colocó Lázaro el sobre entre la correspondencia que se había recibido aquel día.

—Bien, todo en orden -le dijo el jorobado aquella noche a Thomas Lieven-. Han mandado ya la carta para que extiendan el correspondiente permiso, y, por la experiencia que tengo en estas cosas, sé que mañana, a las once, me sacarán de la celda. Ahora he de pelarte la cabeza.

Tardaron solamente media hora..., pero fue la peor media hora que Thomas pasó en su vida. Inclinó la cabeza ante Lázaro y éste procedió tal como suele hacerse con las gallinas. En la mano derecha sostenía la vela, con la que quemaba el pelo de Thomas, muy cerca de su raíz, y en la mano izquierda sostenía un paño humedecido, con el que frotaba la piel para que no se chamuscara. Pero a veces no procedía de un modo suficientemente rápido...

... Y Thomas gemía entonces.

—¡Pon más atención, idiota; maldito seas!

Por fin terminó el tormento.

—¿Qué aspecto tengo? preguntó Thomas, agotado.

—Si te metes un poco de pan en los carrillos y no dejas de hacer el tic nervioso, eres mi imagen misma -contestó Lázaro, muy orgulloso.

Aquella noche los dos durmieron muy mal.

A la mañana siguiente les sirvió el desayuno un guardia desconocido para ellos, puesto que era sábado, y los sábados Juliao tenía siempre su día libre. Todo esto lo había previsto ya Lázaro cuando escribió la fecha en el permiso.

El jorobado se hizo cargo del desayuno en la puerta sin dejar entrar al carcelero. Thomas Lieven roncaba en su camastro con la cabeza completamente cubierta por la manta.

Después del desayuno se tragó Lázaro tres píldoras blancas y se tumbó en el camastro de Thomas Lieven. Thomas se puso el corto abrigo del jorobado y entre las ocho y las diez hizo un ensayo general. Luego se metió definitivamente el pan en la boca y el almohadón entre la espalda y la camisa. Se lo sujetó fuertemente para que la joroba no se desplazara.

A las once regresó de nuevo el desconocido guardián. Lázaro dormía con la manta echada sobre la cabeza. El carcelero sostenía un permiso de puesta en libertad en la mano.

—¡Lázaro Alcoba!

Doblando las rodillas, Thomas se acercó al carcelero sin dejar un solo momento de mover nervioso las comisuras de los labios.

—A sus órdenes -gruñó.

El carcelero lo examinó detenidamente. Thomas empezó a sudar copiosamente.

—¿Es usted Lázaro Alcoba?

—Sí, señor.

—¿Qué le pasa a ese otro que no se ha despertado aún?

—Ha pasado muy mala noche -dijo Thomas-. ¿Qué desea usted de mí, señor?

—Le ponen en libertad.

Thomas se llevó la mano al corazón, se dejó caer al borde de su camastro y murmuró:

—Siempre he sabido que al final vencería la justicia.

—Déjese de tonterías y sígame, vamos ya.

El carcelero le obligó a levantarse cogiéndole por los hombros..., pero al instante, Thomas dobló de nuevo las rodillas.

«Maldita sea, resulta demasiado doloroso andar así. En fin, no creo que vaya a durar demasiado tiempo.»

Siguió al carcelero por largos corredores en dirección a la administración de la cárcel. Abrían y cerraban continuamente pesadas puertas de hierro.

«Con las rodillas dobladas, no creo que pueda resistirlo por más tiempo... Si me cogen unos calambres, si me quedo tendido en medio de uno de esos corredores...»

Escaleras y más escaleras...

«Eso no lo resisto por más tiempo...»

Más corredores. El carcelero se volvió hacia él:

—¿Tiene usted calor, Alcoba? Está sudando, quítese el abrigo.

—No, no... Es solamente la emoción... Al contrario, tengo frío.

Llegaron al despacho. Una valla de madera dividía la estancia en dos mitades. Detrás de la valla trabajaban tres funcionarios. Y delante de la valla habían otros dos presos que iban a ser puestos en libertad. Thomas vio al instante dos cosas: que los funcionarios no tenían prisas y que no había ninguna silla donde sentarse. Un reloj en la pared señalaba las once y diez.

A las doce menos cinco no habían terminado aún de despachar la documentación de los otros dos presos. Thomas Lieven veía ya girar unas ruedas rojas ante sus ojos, temía a cada momento perder el conocimiento, las rodillas le dolían de un modo terrible, pero no solamente las rodillas, sino también las pantorrillas, los muslos, los tobillos y las caderas. Prudentemente, apoyó primero un codo en la valla, luego los dos...

«Dios mío, qué suerte, qué alivio...»

—Eh, usted -le gritó uno de los funcionarios-. Apártese de la valla. ¿No puede estarse de pie durante unos pocos minutos? Esos individuos han nacido cansados.

—Perdone, señor -dijo Thomas, muy sumiso.

Apartó los brazos de la valla. Y al instante siguiente cayó a tierra. No podía ya más. Desesperado, se dijo:

«No debo perder el conocimiento. En este caso me quitarían el abrigo. Y descubrirían entonces lo que ocurre. Mi joroba...»

No perdió el conocimiento, y cuando comprobaron que el preso había sufrido un ataque de debilidad, le ofrecieron incluso una silla donde sentarse.

«Imbécil de mí -se dijo Thomas Lieven-. Esto hubiese podido haberme ocurrido antes.»

A las doce y media, el funcionario hizo una pausa. Finalmente, uno de ellos metió un formulario en la máquina de escribir.

—Pura formalidad -dijo, amable-. He de tomar sus datos personales para que no exista ninguna posible confusión.

«Sí, prestad mucha atención», se dijo Thomas Lieven. Desde que le habían permitido sentarse en la silla se encontraba mucho mejor.

Repitió de memoria los datos que le había enseñado su amigo:

Lázaro Alcoba, soltero, católico, nacido en Lisboa el 12 de abril de 1905...

—¿Última residencia?

—Rua Pampulha, 51.

El funcionario comprobó estos datos con los que figuraban en otro formulario y siguió escribiendo.

—Qué pronto ha perdido el pelo -comentó.

—Pues sí, mire usted, cuestión de mala suerte.

Thomas se puso en pie y dobló las rodillas. El funcionario lo miró detenidamente.

—¿Características especiales?

—La joroba y la cara...

—Sí, sí... Hum... Siéntese usted...

El funcionario terminó de releer el formulario. Luego le condujo a una habitación contigua. Le habían permitido conservar en la cárcel su traje, su ropa interior y su amado reloj de repetición. Ahora le entregaban el pasaporte, los documentos personales de su amigo, el dinero de Lázaro, su cortaplumas y su maletín.

—Firme el recibí -le dijeron.

Y Thomas firmó: «Alcoba, Lázaro.»

«Mi último dinero y mi famoso pasaporte de agente secreto francés a nombre de Jean Leblanc se han ido al diablo... Mi amigo el pintor habrá de fabricarme uno nuevo», se dijo triste.

Thomas había confiado poder salir de la cárcel a las dos y media, pero esto se reveló como un nuevo y grave error, A través de muchos corredores le llevaron a presencia del cura de la cárcel. Éste, un hombre ya de edad, le habló muy persuasivamente y quedó profundamente impresionado cuando el antiguo presidiario solicitó escuchar el sermón de rodillas...

A las tres menos diez del día 16 de noviembre de 1940 se dirigió Thomas Lieven, tambaleándose más que andando, al patio de la cárcel. Por última vez tuvo que enseñar allí su documentación mientras las comisuras de los labios le temblaban más violentamente que nunca.

—Buena suerte, viejo -le dijo el carcelero que abrió la pesada puerta de hierro.

Thomas Lieven cruzó el portal que le conducía a una incierta libertad. Hizo un esfuerzo por llegar hasta la siguiente esquina. Al llegar allí se desplomó y tuvo que hacer un nuevo esfuerzo sobrehumano para arrastrarse hasta el portal de la casa más próxima. Allí se sentó en las escaleras y lloró de rabia y agotamiento. Había perdido su dinero, su pasaporte, todo lo que poseía. Y su barco había partido ya.

No sólo de caviar vive el hombre
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