15
Un anciano paseaba por el restaurante del aeropuerto vendiendo muñecas típicas, muñecas grandes y muñecas pequeñas. Pero el hombre no estaba de suerte. Era ya casi medianoche de aquel 8 de septiembre de 1940, y sólo dos docenas de cansados pasajeros esperaban la partida de su avión.
El anciano se acercó a una mesa, junto a una ventana. Allí estaban sentados dos hombres que tomaban whisky.
—Muñecas típicas..., gitanas, españolas, portuguesas...
—No, gracias -contestó Thomas Lieven.
—Mercancía de antes de la guerra.
—A pesar de ello, no, gracias -dijo el comandante Débras, que en aquellos momentos se hacía llamar Rafaelo Puntareras.
El anciano prosiguió su camino. En la pista, iluminado por los reflectores, estaba el avión que había de llevar a Débras de Lisboa a Dakar. Estaban repostando el aparato.
El comandante miró con expresión sentimental a Thomas Lieven:
—Nunca olvidaré lo que usted ha hecho por mí.
—¡No se hable más de ello! -dijo Thomas en voz alta. Y para sí: «Cuando compruebes que la lista de tus agentes secretos ha sido falsificada, ¡a buen seguro que no te olvidarás nunca más de mí!»
—Ha salvado usted las listas para mí..., y, además, me ha sacado de Madrid.
«Esto es verdad -se dijo Thomas-. Y tal vez por ello algún día llegues a perdonar mi engaño.»
—¿Dónde están las listas?
El comandante le guiñó un ojo:
—He seguido su ejemplo y he trabado amistad con una azafata. Ella lleva las listas en su equipaje.
—Atención, por favor -dijo la voz por el altavoz-, Pan American Wold Airways ruega a todos sus pasajeros en el vuelo 324 con destino a Dakar, tengan la bondad de pasar por el control de policía y Aduana. Señoras y señores, les deseamos un agradable vuelo.
Débras terminó el contenido de su vaso y se puso en pie.
—Va en serio, amigo. Una vez más muchas gracias y hasta la vista.
—Salude de mi parte, muy cordialmente, a madame Josefina Baker -dijo Thomas Lieven-. Y, mucha suerte, comandante, puesto que nunca más nos volveremos a ver.
—¿Quién lo sabe?
Thomas denegó con un movimiento de cabeza.
—Pasado mañana sale mi barco para América del Sur. Nunca más regresaré a Europa. -Y dejó que, una vez más, el comandante le abrazara y le besara en ambas mejillas.
Poco después le vio salir a la pista. Thomas le saludó con un movimiento de la mano y también Débras respondió al saludo hasta desaparecer en el interior del avión.
Thomas encargó otro whisky. Cuando el avión se dirigió a la pista de despegue, se sintió, de pronto, muy solo. Pagó la consumición, se puso en pie y se dirigió a la salida.
En la plaza delante del aeropuerto estaba oscuro. Ardían pocas lámparas. Un gran coche se detuvo delante de Thomas.
—¿Taxi, señor? -preguntó el chófer, asomando la cabeza por la ventanilla.
No se veía a nadie por allí cerca.
—Sí -dijo Thomas, con expresión ausente.
El chófer bajó del coche, abrió la puertezuela y se inclinó.
En aquel momento se percató Thomas Lieven de que había algo en aquel coche que no le gustaba. Dio media vuelta, pero era ya demasiado tarde.
El chófer le pegó con la punta de los pies en los tobillos. Thomas cayó hacia adelante. Al instante le apresaron cuatro fuertes manos, que le obligaron a entrar en el interior del coche. Oyó cómo cerraban la portezuela. El chófer se sentó al volante y emprendió una carrera de locura.
Presionaron contra la cara de Thomas Lieven un paño que olía de un modo dulzón. «Cloroformo», se dijo.
Oyó todavía una voz con acento hamburgués, que decía:
—Magnífico, y ahora al muelle.
La sangre comenzó a latir muy fuerte en las sienes de Thomas Lieven, oía el doblar de campanas en sus oídos, y rápidamente se sumió en un profundo sueño...