11

Como primera mercancía vendió la Sociedad Achazian a los señores Pangalos y Ho Irawadi, 2.000 kilogramos de Atebrin, un medicamento contra la malaria, que procedía de los depósitos de la antigua Wehrmacht alemana. Los envoltorios del producto farmacéutico llevaban impresa la cruz gamada del Reich alemán. ¡Era necesario eliminarla! En camiones transportaron Thomas y sus socios el Atebrin a una fábrica de productos farmacéuticos en donde les cambiaron el envoltorio.

Lo que con el Atebrin se había revelado como un auténtico juego de niños fue, en otro caso, un problema al parecer insoluble. El señor Pangalos y el señor Ho Irawadi querían comprar cascos tropicales. Cada uno de ellos 30.000. ¡Los cascos tropicales estaban en los almacenes, pero llevaban la cruz gamada! Fue del todo imposible borrar la cruz gamada y los dos comerciantes se vieron obligados a renunciar a la compra.

«¿Y qué haremos con esos malditos cascos?», se preguntaba Thomas. Meditó durante muchos días, ¡hasta que se de ocurrió la idea salvadora! Los cascos tenían maravillosas badanas. Nuevas, de primera calidad. Y la industria alemana carecía por completo de este material.

Thomas se puso en contacto con los dirigentes de esta rama de la industria. ¡Y desde aquel momento empezaron a vender los cascos tropicales como si fueran bollos calientes!

La Sociedad Achazian ganó mucho más en las badanas de lo que hubiese ganado en los cascos tropicales. Y además Thomas logró con ello dar un nuevo impulso a la industria sombrerera alemana de la posguerra.

A pesar de todo, Thomas tenía preocupaciones..., pero no de índole financiera. Dunia le hacía escenas. De amor. De celos. Era una mujer excitante y agotadora. Thomas se peleaba y se congraciaba con ella. Fue aquélla la época más loca de su vida.

También Bastián estaba preocupado.

—Eso no puede continuar así, muchacho. Te arruinarás al lado de esta dama.

—¿Y qué puedo hacer yo? No puedo ponerla de patitas en la calle. No se iría.

—Sí se irá.

—Sí, a la policía.

—¡Maldita sea! -exclamó Bastián-. Tienes que pensar en el futuro, muchacho.

—No dejo de pensar en el futuro ni un solo momento. Lo que estamos haciendo ahora no va a durar por mucho tiempo. Y cuando termine este asunto habremos de largarnos. Y todo se sucederá de un modo muy rápido, muy repentino...; demasiado rápido y repentino para Dunia.

—En fin, no sé qué pensar -dijo Bastián.

Vendieron a griegos e indochinos cojinetes a bolas. Y camiones. Y jeeps. Y tractores. Y otras máquinas agrícolas.

—Con eso no pueden matar a nadie -se dijo Thomas Lieven, mientras desde la ventana de su despacho contemplaba las ruinas de Wiesbaden.

La ciudad daba la impresión de que nunca más se volvería a levantar de entre sus ruinas.

Antes de la guerra habían residido allí solamente personas ricas. Ahora se había convertido Wiesbaden en una ciudad de pensionistas pobres que vivían en la ruina. Las «ruinas» fueron calculadas posteriormente, de un modo oficial, en 600.000 metros cúbicos. Hasta la reforma monetaria gastó Wiesbaden tres millones trescientos sesenta mil reichsmark para el transporte de los escombros. Todos los ciudadanos intervinieron en estos trabajos y también Thomas Lieven, Bastián Fabre y Reuben Achazin colaboraron en los trabajos de desescombro. Pero ellos lo consideraban como una compensación deportiva a sus otras actividades.

En el otoño del año 1947 llegaron a la conclusión de que de un saco de dormir americano se podían hacer un par de pantalones. Tenían en sus almacenes 40.000 sacos de dormir americanos. Las fábricas de confección en el sur de Alemania recuerdan incluso hoy, el alud de material y pedidos que les llegaron en el mes de noviembre de 1947...

En la primavera del año 1948 decidieron poner fin a sus transacciones con armas. Los barcos con los cargamentos con destino a Grecia y la Indochina se habían hecho a la mar. «Y navegarán durante muchos días», se dijo Thomas. Por lo tanto, con toda calma, podía ahora liquidar su empresa comercial en Wiesbaden... casi al mismo tiempo en que diversas productoras de cine abrían sus oficinas en la ciudad.

—Ha llegado el momento de largarnos, muchacho -le dijo Thomas a Bastián el 14 de mayo de 1948.

—¿Qué crees tú que dirán los griegos y los indochinos cuando se enteren de la verdad?

—Si dan con nosotros nos matarán -dijo Thomas Lieven.

Pero los compradores de armas griegos e indochinos no dieron con Thomas, ni con Bastián.

Como todo el mundo sabe, durante los años 1948 a 1956 los agentes extranjeros en la República Federal alemana descubrieron a unos «auténticos» traficantes en armas a los que «liquidaron» colocando bombas de explosión retardada en sus coches o matándoles en plena calle.

Muy filosófico, Thomas dijo cuando se enteró de la noticia:

—Los que venden la violencia, terminan con una muerte violenta. Nosotros hemos vendido jabón. Nosotros vivimos...

Esto, como hemos dicho, sucedía en una época posterior. El 14 de mayo de 1948 tuvo Thomas Lieven la sensación de que estaba a punto de morir de muerte violenta. Y esto fue cuando hacia el mediodía llamaron a la puerta de su casa. Bastián fue a abrir la puerta. Y regresó más pálido que la muerte:

—Dos caballeros de la comisión militar soviética.

—¡Dios todopoderoso! -exclamó Thomas.

Los caballeros entraron. Muy graves y muy pesados. A pesar del calor que hacía iban embutidos en abrigos de piel. Thomas sintió de pronto un calor muy intenso. Y, de repente, un frío más intenso aún.

«Fin. Todo ha terminado. Han dado conmigo.»

—Buenos días -saludó uno de los rusos-. ¿Señor Scheuner?

—Yo mismo.

—Buscamos a la señora Dunia Melanin. Nos han dicho que está en su casa de usted.

—Pues, hum, sí... -empezó Thomas-. Casualmente la dama está aquí.

—¿Permite que hablemos con ella? ¿A solas?

—No faltaba más -dijo Thomas, y acompañó a los dos caballeros a una habitación en donde Dunia se estaba haciendo las manos.

Diez minutos más tarde los caballeros soviéticos se despedían de nuevo..., muy graves y muy pesados.

Bastián y Thomas entraron corriendo en la habitación de Dunia.

—¿Qué ha sucedido?

Con un grito de alegría se arrojó la belleza rubia en brazos de Thomas.

—¡Éste es el día más feliz de mi vida! -Beso-. ¡Tú eres mi corazón! -Beso-. ¡Tú eres mi único hombre! -Beso-. ¡Podemos casarnos!

Bastián dejó caer la mandíbula inferior:

—Podemos, ¿qué? -tartamudeó Thomas.

—¡¡¡Casarnos!!!

—¡Pero si ya estás casada, Dunia!

—¡Ya no! ¡Desde hace dos minutos no lo estoy! Estos caballeros me han invitado a regresar sin pérdida de tiempo a la patria. En nombre de un tribunal de divorcio ruso ante el cual mi marido presentó una reclamación contra mí. Me he negado. Y entonces esos caballeros me han dicho: «Desde este momento debe usted considerarse divorciada.» Mira, ¡aquí tengo el documento!

—No sé leer ruso -musitó Thomas, en torno al cual todo empezaba a dar vueltas.

Fijó su mirada en Dunia, que estaba luminosa. Y luego volvió la mirada hacia Bastián, que estaba más pálido que la muerte.

«Dios nos ayude.»

No sólo de caviar vive el hombre
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