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Aquella tarde fui al peluquero. Y luego compré dos bonitas orquídeas. Y me puse mi traje más bueno. Y, puntualmente, a las siete y media llamé a una puerta, con las orquídeas envueltas en celofán en la mano, en donde había un letrero de latón que decía:
No tuve que esperar mucho tiempo. Se abrió la puerta. Un hombre apareció en el umbral. Debía tener unos cincuenta años. Delgado, alto, rostro enjuto, ojos inteligentes, frente despejada, hebras grises en las sienes. Perfil griego. Un pequeño bigote. Lo que tanto aman las mujeres...
—El señor Simmel, ¿verdad? -dijo el hombre-. Entre usted. Me alegra conocerle. Mi esposa me ha hablado ya de usted.
—Su..., hum..., ¿su esposa?
—Mi esposa, sí. Me llamo Thompson, Roger Thompson.
Vi entonces surgir a Pamela detrás del hombre, mi dulce Pamela, que lucía un traje de cóctel verde con arabescos dorados, un profundo escote... Me sonrió luminosa e inocente:
—¡Oh, es usted! Dios mío, qué orquídeas tan maravillosas. ¿Verdad que es encantador, Roger? ¿No tendrá ningún inconveniente que mi esposo nos acompañe al cine, cierto?
Mi dulce Lulú, cuando más tarde le conté la historia, se puso a reír muy divertida y me dijo:
—¡Te lo tenías merecido!
Aquella noche, en el cine, me compadecí muy vivamente de mí mismo. La butaca era incómoda y dura. Continuamente pegaba con las rodillas contra el asiento delantero. Hacía mucho calor. Y, además, tenía dolor de cabeza. Y cuando una vez proyectado el noticiario cinematográfico vi que el señor y la señora Thompson se daban las manos, me dije: «¡Eso es lo que se llama perder miserablemente una noche!»
Pero en esto estaba yo en un profundo error. ¡Un terrible error!
Aquella velada, una vez terminada la función, fue la más agradable que viví en Norteamérica. Fuimos a cenar... al local de Thompson, claro está. ¡Y cómo comimos, Dios santo! Míster Thompson compuso el menú. Él mismo fue a la cocina. Y Pamela y yo quedamos un rato a solas.
—¿Enfadado?
—En absoluto.
—Mire usted, este mediodía me ha resultado tan agradable..., tan simpático..., me gustó tanto lo que dijo.
—¿Y qué dije?
—Que le gusta comer bien..., que le gustan las mujeres bonitas..., que nunca más le gustaría volver a llevar un uniforme..., que en todas partes en donde tiene amigos se encuentra como en su propia casa.
—Querida señora, he de decirle algo más.
—¿Sí?
—Yo... yo... también encuentro muy simpático a su esposo de usted, muy agradable...
—¡Lo es! -Su rostro se iluminó-. Ah, pero usted no le conoce. No sabe las experiencias que he vivido a su lado. Yo sólo puedo amar a los hombres a los que admiro. Roger es el gran amor de mi vida...
—Pero..., ¿por qué me ha invitado usted, señora Thompson?
—Pamela.
—¿Por qué me ha invitado usted, Pamela?
—Porque usted es escritor. Más tarde lo entenderá..., tal vez sí, tal vez no... Todo depende de él.
—¿Usted hace todo lo que él dice?
—Sí... -me miró con ojos muy brillantes-, ¡y él hace todo lo que digo yo! Siempre. Siempre me pide consejo. Alguna vez flirtea con alguna mujer, como suelen hacer todos los hombres. Pero siempre regresa a mi lado. Sé que yo soy la única mujer con la que le gusta vivir. Y esto da mucha fuerza a una mujer..., ¿verdad?
¡La vida es muy curiosa!
Lo que yo había deseado no se realizó. Pero obtuve algo mejor de Pamela: su amistad y la de su esposo. Durante las tres semanas siguientes estuvimos juntos casi a diario. ¡Conversábamos de un modo maravilloso! ¡Era como si los tres fuéramos de una misma opinión!
A veces me llamaba la atención que Thompson me observaba, sumido en sus pensamientos y melancólico. Luego me llamó la atención que me hacía muchas preguntas. Sobre mi pasado. Mis puntos de vista. Mis experiencias. Y de nuevo sobre mis puntos de vista. Contaba muy poco de él mismo.
Tal como era mi opinión, reunía material para mi nueva novela. En un par de ocasiones tuve que ausentarme de la ciudad. Pero me alegraba cada vez que volvía, puesto que Thompson iba a recogerme a la estación o al aeropuerto. Por fin consideré que había reunido todo el material que necesitaba. Reservé una plaza para el vuelo de regreso a Frankfurt am Main. Mi avión había de partir el 29 de octubre de 1958, a las 20.45 horas.
El 28 de octubre me llamó Roger Thompson a mi hotel. Me dijo:
Tengo entendido que piensa abandonarnos usted. Me gustaría invitarle a una pequeña cena.
—Maravilloso, Roger.
—¿Le parece bien hoy, a las 19.30 horas?
—A las siete y media me parece muy bien.
—Ah, algo más... Cancele su vuelo de mañana... Dígales que le pongan en la lista de espera.
—¿Por qué?
—Me imagino que tendrá interés en permanecer algún tiempo entre nosotros.
—No lo entiendo.
—Hasta la noche, y entonces lo entenderá todo. ¡Y, por amor del cielo, no vuelva a presentarse con dos orquídeas!
Llevé tres orquídeas, y Pamela estaba más arrebatadora, más hermosa que nunca, y Roger tan encantador como siempre, y la comida que había preparado, la mejor de mi vida.
—Nunca antes había comido nada parecido -confesé-. Anotaré la receta para mi esposa...
—Son muchas más las cosas que tiene que anotar usted, y no solamente mis recetas -dijo el anfitrión.
Fijé mi mirada en el hombre, luego en la mujer. Los dos sonreían muy amables, encantadores.
Roger Thompson dijo:
—Querido amigo, tengo una fe ilimitada en el juicio de Pamela. Desde el primer momento consideró ella que era usted digno de toda confianza. Yo soy un hombre que ha de ser muy prudente...
—¿Prudente..., por qué...?
—Pues, mire usted, Mario, no siempre he sido el propietario de un restaurante. Y tampoco me llamaba Roger Thompson. He llevado una vida muy movida. ¿Un poco más de caviar?
—Mi esposo ha llevado una vida muy excitante -dijo Pamela-. Ha vivido cosas muy curiosas. Cosas muy fascinantes. Yo le digo continuamente: alguien tiene que escribir algún día tu historia. Son muchas las personas que deberían saber lo que ocurrió en verdad. ¡Podría ser tan útil! -¿Útil?
—Mi marido es un convencido pacifista. -¿Me promete usted que nunca revelará mi verdadero nombre, ni mi verdadera dirección a nadie si le cuento mi historia? -dijo el hombre que se hacía llamar Roger Thompson.