13
—¡Lázaro, Lázaro! ¿Me oyes?
Thomas se arrodilló junto al hombrecillo tendido sobre las losas.
Detrás de él se agolpaba gente desconocida, hombres y mujeres.
La sangre manaba de las heridas de Alcoba. Le habían alcanzado varias balas en el pecho y en el vientre. El hombre estaba inmóvil, los ojos cerrados. Ahora no temblaban ya las comisuras de sus labios.
—Lázaro... -gimió Thomas Lieven.
El pequeño jorobado abrió los ojos. Sus pupilas estaban enturbiadas, pero, a pesar de ello, reconoció al hombre que se inclinaba sobre él.
—Lárgate, Jean -musitó-, lárgate lo antes posible..., esto iba destinado a ti... -Y un hilillo de sangre manó de sus labios.
—No hables, Lázaro -imploró Thomas a su amigo.
Pero el jorobado susurró de nuevo:
—El individuo gritó Leblanc antes de disparar..., me tomo por ti...
Las lágrimas se agolparon en los ojos de Thomas, lágrimas de ira y de tristeza.
—No hables, Lázaro..., al instante vendrá un médico..., te operarán...
—Es... demasiado tarde... -El jorobado fijó su mirada en Thomas y, de pronto, sonrió, astuto y malicioso, y dijo con muchas dificultades-: Lástima, pequeño..., juntos hubiésemos podido haber hecho todavía un par de negocios... -Y se esfumó la sonrisa. Los ojos perdieron todo su brillo.
Cuando Thomas se puso en pie, los hombres y mujeres que se habían congregado allí le dejaron pasar en silencio porque vieron que sus ojos estaban bañados en lágrimas.
A través de las lágrimas, Thomas vio a Chantal y a Pereira, que se mantenían algo apartados. Tambaleándose, se acercó a ellos. Tropezó y hubiese caído a tierra si el pintor no le hubiese sostenido.
Por el portal que daba a la calle entraron dos policías y un médico. Mientras el médico examinaba al muerto, los hombres hablaban todos a la vez con los policías. Habían ido llegando más curiosos y se oían ahora muchas voces en el patio.
Thomas se limpió los ojos y fijó su mirada en Chantal. Sabía que si en aquellos momentos no actuaba muy rápidamente todo estaría perdido. El destino podía decidirse en un abrir y cerrar de ojos, en una fracción de segundo...
Dos minutos más tarde, los policías se enteraban de las declaraciones de los testigos oculares y sabían también que un desconocido había hablado con la víctima antes de fallecer.
—¿Dónde está el hombre?
—¡Se ha ido por allí! -gritó una anciana, y señaló con su huesuda mano hacia la otra puerta del patio. Pero allí sólo estaba ahora Pereira, el pintor.
—¡Eh, usted! -gritó uno de los policías-. ¿Dónde está el hombre que ha hablado con la víctima?
—¿Y yo qué sé? -respondió Pereira.
Al mismo tiempo, cerraba el médico los ojos del difunto. En la muerte, el rostro del feo Lázaro Alcoba había adquirido una cierta dignidad.