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—¡Y voltereta hacia delante! -gritó Bieselang.
El sargento Bieselang hacía solamente cuatro días había sido destinado a la instrucción de aquellos caballeros que se revolcaban en sus sucios uniformes por el sucio suelo del gimnasio. Estos doce hombres nada tenían en común con los otros mil soldados regulares que eran instruidos igualmente como paracaidistas en el campamento junto al Dosse.
—¡Y voltereta hacia atrás!
Sudando copiosamente y con los miembros doloridos, hizo Thomas una voltereta hacia atrás. A los dos indios a su lado se les deslizaron los turbantes sobre los ojos.
«Estúpidos -se dijo Thomas-. A mí no me queda otro remedio, pero, ¿y vosotros? Os habéis presentado voluntarios... ¡Imbéciles!»
El italiano era un aventurero, el noruego, el ucraniano y los alemanes unos idealistas, al parecer, y los dos indios, primos del político Subbas Chandra Bose, que hacía dos años había huido de su patria para trasladarse a Alemania.
—Bien, basta con las volteretas. En pie, rápido... Ar, ar... A las barras fijas, gandules... Vamos, rápido, idiotas...
Con la respiración entrecortada, con dolores en los costados se subieron doce hombres a las barras fijas, que estaban situadas a cinco metros del suelo del gimnasio.
Saltar de un avión era, al parecer, cosa sencilla. Lo importante era luego levantarse de tierra con los huesos sanos.
—Diez segundos..., cinco segundos... ¡Dejarse caer! -gritó el sargento Adolf Bieselang.
Doce hombres se soltaron de la barra fija y se dejaron caer. Las rodillas dobladas, el cuerpo muy elástico, tal como se deja caer un gato... Éste era el truco. Si uno se dejaba caer demasiado rígido, corría peligro de fracturarse los huesos.
Thomas Lieven se fracturó casi los huesos cuando pegó contra el suelo. Lanzó una maldición en voz baja y se frotó las piernas.
Al instante, Bieselang se plantó a su lado:
—¡Un salto propio de un imbécil, número siete! -Allí todos tenían números, nunca les llamaban por sus nombres-. ¿Qué cree usted que le pasará cuando salte con viento fuerte del avión? ¿Acaso solamente me mandan a imbéciles aquí?
—Está bien -gruñó Thomas, poniéndose penosamente en pie-. Ya lo aprenderé. Tengo el mayor interés en aprenderlo.
—A las barras... ¡Ar, ar! -gritó el sargento Bieselang-. Malditos paisanos de miembros anquilosados... Eh, número dos, una vuelta de honor por la sala, pero de rodillas...
—Lo mato -gruñó el noruego al lado de Thomas-. Juro que mato a ese maldito...
Mientras Thomas se subía a la barra fija, pensaba:
«No he recibido la menor noticia de Marsella. Ni una sola noticia de Chantal. Ni una sola palabra de Bastián.»
El corazón le dolía cuando recordaba los tiempos pasados... ¡Qué tiempos éstos, en los que vivimos! ¿Acaso sobrevivir era lo máximo a que se podía aspirar en aquellos tiempos?
Los alemanes habían ocupado Marsella. ¿Qué había sido de Chantal? ¿Estaría aún con vida? ¿La habrían deportado, detenido? ¿Acaso la habrían atormentado?
Thomas Lieven no lograba conciliar el sueño cuando le atormentaban estos pensamientos. Chantal... ¡Ay! Habían querido huir a Suiza y vivir en paz...
Hacía ya semanas que Thomas había intentado mandar cartas a la mujer. En París, en el hotel Lutetia, le había prometido el coronel Werthe que transmitiría personalmente una carta a Chantal. Otra carta la había entregado Thomas a un intérprete que había sido destinado a Marsella. Pero Thomas había cambiado continuamente de dirección durante las últimas semanas. ¿Acaso podría confiar en recibir una carta de Chantal?
El sargento Adolf Bieselang continuaba instruyendo a sus alumnos, sin compasión de ninguna clase. Después de las lecciones en el gimnasio siguieron los ejercicios en los helados campos de cultivo. Allí ataban a los alumnos a un paracaídas abierto y ponían en marcha el motor de un avión montado sobre un zócalo. El alumno había de aprender a tirarse sobre el paracaídas y recogerlo.
El sargento Bieselang instruía a sus hombres desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde. Luego les mandó saltar desde la puerta de la cabina de un avión JU 52 reconstruido, desde gran altura, a una lona que sostenían cuatro alumnos.
—¡Doblad las rodillas, imbéciles! ¡Doblad las rodillas! -gritaba.
Si no doblaban las rodillas, corrían entonces el peligro de dar con la cara contra el suelo... o sufrir un desgarro muscular. El sargento Bieselang les enseñaba a sus alumnos todo lo que éstos habían de saber..., sólo que lo hacía de un modo muy cruel.
La víspera de su primer ejercicio en serio desde un avión, les mandó redactar a todos ellos su testamento y encerrarlo en un sobre. Y les mandó hacer también sus maletas antes de acostarse:
—Para que podamos mandar vuestros objetos de uso personal a vuestros familiares si mañana os arrojáis de cabeza.
Bieselang se decía que esto era de un efecto psicológico innegable. Todos se pusieron a escribir su testamento..., menos uno.
Bieselang empezó a gritar, fuera de sí:
—¿Dónde está su testamento, número siete?
Suave como un cordero, respondió Thomas:
—No tengo por qué escribir mi testamento, sargento... ¡Un hombre que ha seguido atentamente sus instrucciones no puede sufrir el menor daño en un salto desde el avión!
A la mañana siguiente rebasó el sargento Bieselang sus atribuciones. Con sus doce alumnos subió hacia las nueve de la mañana en un viejo JU 52. A doscientos metros voló el aparato sobre el campo.
—¡Preparados! -gritó Bieselang.
Todos los alumnos llevaban ahora cascos de acero. Los indios los llevaban bajo los turbantes. Y todos ellos sostenían pesadas metralletas en sus manos.
El número uno era el italiano. Bieselang le dio un golpe- cito en el hombro, el hombre extendió los brazos y saltó al vacío.
Saltó también el número dos. Y el número tres. Thomas se dijo: «¡Qué secos están mis labios! ¿Perderé el conocimiento cuando salte al vacío? ¿Caeré muerto a tierra? Es extraño, de pronto siento apetito por un poco de foie gras. Dios santo, ¿por qué no me quedé con Chantal? Éramos tan felices...»
Le tocó el turno al número seis..., el ucraniano: el ucraniano retrocedió de pronto un paso, empujó a Thomas y dijo, dominado por un súbito pánico:
—No..., no... y no...
«Muy comprensible este miedo -se dijo Thomas Lieven-. Nadie ha de ser obligado a saltar... Eso rezaban las instrucciones. Cuando alguien se negaba a saltar en el curso de los vuelos de entrenamiento, quedaba descalificado.»
Pero al sargento Bieselang le importaba un comino lo que pudieran decir las instrucciones.
—¡Cobarde, maldito! -empezó a gritar-. ¡Salta o te...!
Y le dio un terrible puntapié en el trasero. El ucraniano lanzó un grito y cayó en el vacío.
Antes de que Thomas pudiera mostrar su indignación por esta escena, se vio ya flotando en el aire. La bota del sargento le había pegado también a él en el trasero, y caía, caía y caía en el vacío...