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En los Pirineos hacia mucho frío. Soplaba un cortante viento del Este por las cordilleras de tierra rojiza que separan Aragón del sur de Francia.
En la mañana del 23 de noviembre de 1940, dos solitarios excursionistas avanzaban en dirección norte, hacia el paso de Roncesvalles; una mujer y un hombre. Los dos llevaban botas de montaña, sombreros de fieltro y chaquetas forradas de lana. Los dos iban cargados con pesadas mochilas. La mujer iba delante.
Nunca antes en su vida había llevado Thomas Lieven pesadas botas en sus pies y nunca tampoco había llevado una chaqueta alpina forrada de lana. Y nunca en su vida había escalado unos peligrosos senderos en los altos montes. Misterioso e irreal como todo durante aquellos últimos cinco días se le antojaba, también ahora, aquella escalada entre la niebla, llena de sombras extrañas y deformes. Caminaba con los pies doloridos y llenos de ampollas detrás de Chantal Tessier.
Aquella Chantal era un auténtico compañero, un amigo..., y esto lo había demostrado con creces durante aquellos últimos cinco días. Conocía Portugal y España como la palma de su mano; conocía a todos los agentes en las aduanas, a los inspectores de policía en los trenes y a muchos campesinos que daban de comer y albergaban en sus casas a desconocidos sin hacer preguntas.
Los pantalones, que llevaba puestos, las botas, la chaqueta, el sombrero, todo esto se lo había comprado Chantal. Y también el dinero que llevaba en el bolsillo. Ella le había dado el dinero..., se lo había «anticipado», como dijo.
Desde Lisboa habían tomado varios trenes hasta Vigo. Habían pasado por dos controles. Y a los dos había logrado escapar Thomas con la ayuda de Chantal. Habían continuado el viaje desde Vigo por León y Burgos. En España habían encontrado muchos más controles y más policía. A pesar de ello, todo había salido a pedir de boca..., gracias a Chantal.
Ahora llegaban a la última frontera, el paso a Francia. Las correas de la mochila se hundían en los hombros de Thomas Lieven, le dolían todos los huesos de su cuerpo. Estaba tan agotado, que a gusto se hubiese echado a dormir sobre las peladas rocas. Sus pensamientos volaban en todas direcciones mientras seguía a Chantal...
Pobre Lázaro Alcoba... ¿Quién le habría asesinado? ¿Quién había ordenado su muerte? ¿Los ingleses? ¿Los alemanes? ¿Se descubriría algún día quién había sido su asesino? ¿Cuánto tiempo de vida le quedaba a él mismo?
«Corro por estos bosques, hundidos en la niebla, como si fuera un contrabandista, un criminal... Locura, locura, esto es una pesadilla, no es verdad, es grotesco, es una pesadilla y, sin embargo, es una sangrienta realidad...»
El camino se hizo más llano, el bosque menos profundo y llegaron a un claro. Allí vieron una cabaña. Thomas seguía a la, al parecer, incansable Chantal en dirección a la cabaña cuando, de pronto, sonaron tres disparos muy cerca de ellos.
Como un relámpago se volvió Chantal y como un rayo se acercó a Thomas.
En un par de saltos llegaron hasta la cabaña, entraron y se arrojaron sobre la paja.
De nuevo se oyó un disparo y luego otro. Después oyeron la voz de un hombre pero no entendieron lo que decía.
—Silencio -musitó Chantal-, no se mueva..., pueden ser carabineros.
«O también pueden ser los otros -se dijo Thomas, amargado-. Y lo más probable es que sean los otros. Esos caballeros en Lisboa no habrán tardado mucho en comprobar que cometieron un grave error... Un error que ahora pueden reparar...»
Thomas sentía a Chantal a su lado. La mujer permanecía inmóvil, pero Thomas percibía la tensión, el esfuerzo con que ella se forzaba a mantenerse inmóvil.
En aquel momento tomó una decisión. ¡No quería poner en peligro otra vida humana! Sabía que la muerte del pobre Lázaro le acompañaría hasta el final de sus días.
«Basta ya -se dijo Thomas Lieven-. Estoy harto de este juego. Es preferible terminar de una vez, que vivir siempre en estado de miedo y de zozobra. No sigáis buscando, estúpidos asesinos. Me entrego, pero dejad en paz a esta inocente...»
Rápidamente se soltó las correas de la mochila y se puso en pie de un salto. Chantal le imitó. En su rostro muy blanco ardían los ojos, y murmuró entre dientes:
—No te muevas, loco... -Y con todas sus fuerzas quiso retenerle.
—Lo siento, Chantal -murmuró Thomas, y usó una llave de jiu-jitsu de la que sabía le haría perder el conocimiento a Chantal durante unos segundos. La mujer lanzó un gemido y se desplomó.
Thomas salió al exterior...
Vio a los dos hombres armados con fusiles acercarse a él. Avanzaban por el claro del bosque, pisando la yerba húmeda.
Thomas salió a su encuentro. Y se dijo con una estúpida sensación de alivio: «Por lo menos, no podréis dispararme por la espalda.»
Thomas dio un paso y luego otro.
Los hombres bajaron sus fusiles, y se acercaron rápidamente. Thomas no los había visto en su vida. Iban vestidos del mismo modo que él. Los dos eran más bien bajos y gordos. Uno de ellos llevaba bigotes y el otro gafas.
Se detuvieron. El hombrecillo de las gafas se quitó el sombrero y dijo muy amable en español:
—Buenos días.
—¿Acaso lo ha visto usted? -preguntó el de los bigotes
Todo empezó a girar en torno a Thomas, los hombres, los árboles..., y preguntó casi sin voz:
—¿A quién?
—El ciervo -dijo el de las gafas.
—Yo le he dado -dijo el de los bigotes-. Sé muy bien que le he dado. Vi cómo se desplomaba. Pero se ha escapado arrastrándose.
—Debe estar muy cerca de aquí -dijo su amigo.
—No le he visto -dijo Thomas, en su deficiente español
—Oh, extranjero..., otro que huye de allí -dijo el de las gafas,
Thomas se limitó a asentir con un movimiento de cabeza.
Los dos españoles intercambiaron unas miradas.
—Olvidaremos que le hemos visto a usted -dijo el de los bigotes-. Buenos días y... buen viaje... -Se quitaron de nuevo los sombreros.
Thomas les imitó. Los cazadores prosiguieron su camino y desaparecieron en el bosque.
Thomas respiró a fondo durante unos instantes y, luego, regresó a la cabaña. Chantal se había sentado sobre la paja y se frotaba el cuello que estaba enrojecido.
Thomas se sentó a su lado y dijo:
—Perdone lo de antes, pero yo no quería... que usted... -Empezó a tartamudear y dijo, finalmente-: Eran sólo unos cazadores.
Inesperadamente, Chantal le abrazó apasionadamente. Los dos cayeron de espaldas.
Inclinada sobre Thomas, musitó Chantal:
—Has querido protegerme, no querías que yo corriera peligro alguno, has pensado en mí... -Sus manos acariciaban dulcemente el rostro del hombre-. Esto nunca lo había hecho un hombre antes..., ningún hombre en mi vida... -¿Qué?
—Pensar en mí...
Y los besos de la mujer hicieron que Thomas se olvidara del pasado y del futuro...