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El 10 de septiembre de 1948, se sentaba Thomas Lieven a la mesa del nebuloso Luigi, en la taberna de este último en Nápoles, y comía, muy a gusto, un lato de pasta sciuta, que rociaba con una botella de vino tinto. Había conocido a Luigi, que tanto se parecía a Orson Welles, poco después de terminar la guerra, cuando por orden del Servicio de Investigación de Criminales de Guerra francés había ido allí en busca de un general italiano.
Hacía tres semanas, Thomas había regresado a Nápoles y le había rogado a Luigi se informara quién, a quién y en qué cantidades compraban vino en el norte de Italia..., un vino que luego era vendido en Alemania.
Luigi informó:
—Mis amigos han estado en Bolzano, en Merano, en Piave de Cadre, en Sarentino y en Bresanzone. Hace un año compran allí todo el vino que encuentran..., ¡centenares de miles de litros! Pero en secreto, muy en secreto.
—¿Y lo pasan de contrabando a Alemania?
—¡Qué va, muchacho! Con documentación en regla y por ferrocarril.
—¡Pero si está prohibido vender vinos extranjeros en Alemania!
—Pero si este vino no lo venden en Alemania..., ¡oficialmente! -Luigi se frotó las manos, se dio unos golpecitos en la barriga y se puso a reír-: ¡Es vino para la misa!
—¿Vino para la misa?
—Sí, amigo, sí. Un regalo de los ciudadanos católicos italianos a las iglesias católicas en Alemania. ¡Un regalo! ¿Comprendes cuán genial es el truco? -Luigi se desternillaba de risa-. ¿Y para los regalos no se precisan licencias de importación de los americanos? ¡Con regalos no se pueden hacer negocios! ¡La JEIA no objeta el envío de regalos!
Thomas experimentó un estremecimiento de pies a cabeza. Y en voz muy baja preguntó:
—¿Y quién es el destinatario y receptor de estos vinos en Alemania?
Luigi se atragantó casi de tanto reír:
—El vino es destinado a tres monasterios en Baviera. Pero el destinatario oficial es el abad de un monasterio y se llama...
—Waldemar Langauer -dijo Thomas con voz ahogada.
—Sí-asintió Luigi-, ¿cómo lo sabes?
El abad Waldemar Langauer, ¿confabulado en un asunto tan feo? Thomas no podía dar crédito a ello. Había visto al abad, había hablado con él. No, no se equivocaba. ¡Aquél no era un hombre para mezclarse en asuntos feos!
¿Qué sucedía allí? ¿Quién utilizaba el nombre del dignatario eclesiástico de un modo tan vergonzoso?
Thomas se fue al norte de Italia. Durante días vagó de un lado a otro, sobornó a los ferroviarios, los aduaneros, los obreros del ramo del transporte y echó una mirada a las licencias de importación de la JEIA.
Thomas descubrió que la estación alemana de transbordo para los vinos era un pueblo llamado Rosenheim. Sostuvo unas largas conferencias telefónicas. Y como resultado de las mismas, se presentó el 28 de septiembre en la estación de Rosenheim un individuo amable, de cabello rojizo y fuerza de oso. Se hacía llamar Gustave Aubert y a este nombre estaban extendidos sus papeles. Pero se parecía como a un hermano gemelo de Bastián Fabre. Y esto no era de extrañar...
—Soy un antiguo obrero francés obligado a trabajar en Alemania, pero me gusta tanto este país que preferiría poder trabajar en Baviera.
Y rápidamente se ganó la simpatía de los trabajadores indígenas. Ayudaba a cargar los camiones. Barriles de vino italiano. Entabló amistad con los chóferes de esos camiones. Llegaban de noche. Cargaban el vino italiano. Al parecer era destinado a tres monasterios en Baviera. Eran poco elocuentes. Y apalearon en cierta ocasión al francés cuando éste sé reveló demasiado curioso. Y éste, por vez primera en su vida, se dejó pegar. Recordó la máxima de su amigo Thomas Lieven: «El valor no solamente se demuestra con el puño. Para ello se necesita usar la cabeza.»
Había descubierto algo que era mejor y más valioso que una victoria física sobre los chóferes alemanes. Había visto las órdenes de viaje y las guías de los chóferes. Sabía ahora a quién pertenecía cada uno de aquellos camiones que se dedicaba al transporte del vino. Y sabía por orden de quién hacían estos transportes...