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Bastián regresó al laboratorio. Traía consigo dos patos, muy pequeños y muy tiernos y dos libras de castañas y se dirigió al instante a la cocina.
Thomas permaneció durante un rato todavía contemplando cómo el dentista preparaba el molde de yeso. Luego entró en la cocina para ver lo que hacían allí. Quedó como petrificado. No entendía una sola palabra de falsificar lingotes de oro. Pero de patos, sí entendía. Y lo que hacían allí con uno de los patos le llenó de indignación. Se acercó a Bastián, que con las mangas subidas estaba trabajando junto a la ventana. Había limpiado uno de los ánades y frotaba ahora la carne tanto por dentro como por fuera con sal.
—¿Por qué hace esto? -preguntó Thomas, severamente.
—¿Qué quiere decir con eso de «por qué hace esto»? -gruñó Bastián, irritado-. Estoy preparando un pato. ¿Acaso no le gusta a usted?
—Bárbaro.
—¿Qué ha dicho usted? -Y el gigante tragó saliva.
—He dicho bárbaro. Supongo que pensará usted preparar un pato a la parrilla.
—¡Eso mismo!
—Y eso mismo es lo que yo llamo proceder de un modo bárbaro.
Bastián apoyó sus puños en las caderas, olvidó todas las recomendaciones de Chantal, enrojeció de ira y gritó:
—¿Y qué entiende usted ya de cocinar, miserable sabelotodo?
—Pues un poco -replicó Thomas, muy amable-. Por lo menos, lo suficiente para decir que está usted cometiendo un crimen.
—He sido cocinero de barco. ¡Y durante toda mi vida he preparado así los patos a la parrilla!
—En este caso, durante toda su vida ha cometido un crimen. Por no hablar ya de los demás.
En el último momento recordó Bastián la orden de Chantal. Hizo un esfuerzo sobrehumano por dominarse. Entrelazó ambas manos en la espalda para impedir que actuaran por su propia cuenta y cometieran algo irreparable. Su voz sonó muy ruda cuando habló:
—¿Y cómo...:, hum..., prepararía usted un pato, monsieur Hunebelle?
—Siempre al estilo chino.
—Ja, ja, ja...
—Porque sólo con piñas de América y especias se conserva el sabor auténtico de pato, sí, incluso lo hace resaltar más.
—No sea ridículo -dijo el gigante-. ¡A la parrilla es lo único correcto y decente!
—Porque no tiene usted la menor cultura en cuanto a los buenos platos -dijo Thomas-. Los caballeros lo prefieren al estilo chino.
—Oiga usted, caballerete, si pretende decir con esto que... -empezó Bastián.
Pero fue interrumpido por el pequeño dentista que le tiraba de la manga.
—¿Qué ocurre, Bastián? ¿Por qué discuten ustedes? Tenemos dos patos. Usted lo prepara a la parrilla y usted al estilo chino. Yo todavía tengo trabajo para un par de horas.
—¿Un concurso culinario? -dijo Bastián.
—Exacto. -Y el hombrecillo se pasó la lengua por los labios-. Y yo haré de juez.
Bastián empezó de pronto a sonreír.
—¿De acuerdo? -le preguntó a Thomas.
—De acuerdo, pero me faltan unos pocos ingredientes: setas, tomates, piña y arroz.
—Baje a ver a Henri. Henri tiene de todo. -Sonrió el doctor y se frotó divertido las manos-. ¡Eso empieza a gustarme! ¡A las armas, ciudadanos!
Desde aquel momento, en el laboratorio y en la cocina del doctor René Boule reinó un vivo ajetreo.
Mientras Bastián frotaba su pato con ajo, añadía hierbas aromáticas y colocaba el ave con la pechuga sobre la parrilla, le arrancaba Thomas Lieven las patas al suyo y preparaba con los huesos y los menudos una salsa picante. De vez en cuando abandonaba, empero, la cocina y entraba en el laboratorio para seguir de cerca los trabajos del odontólogo.
El doctor Boule había preparado, mientras tanto, siete moldes. Llenó el primero con plomo fundido.
—Tenemos que dejar enfriar el plomo -dijo el doctor-. Ahora tenemos abierto sólo un lado del lingote. Tenemos que colocar encima una planta de arcilla refractaria para que el plomo no se funda de nuevo el tomar contacto con el oro fundido. Esta última plancha es de la mayor importancia. Hay que evitar el colorido dorado de la superficie que hace recelar a todos los expertos.
Thomas regresó a la cocina, cortó el pato en pedazos y regresó al laboratorio.
—Hemos de esperar hasta que desaparezcan las ampollas. El oro se sedimenta por sí mismo -dijo el odontólogo-. Y antes de que el metal se enfríe, lo más importante, la marca.
¿Qué?
—El sello para demostrar que se trata de oro de ley... Oye, Bastián, ¿qué sello he de usar?
—¡El de la Fundición de Lyon! -respondió el gigante.
En aquel momento estaba untando su pato con grasa fundida.
—Muy bien -dijo el doctor Boule, y explicó-: Tengo los sellos y las marcas de casi todas las fundiciones y bancos.
—Se los mostró a Thomas-. He grabado los negativos en linóleo y las piezas de linóleo las he pegado sobre unos soportes de madera. ¡Preste atención!
Cogió el sello y cubrió la superficie de linóleo con aceite de oliva. Luego presionó el sello en un ángulo de la masa de oro que todavía estaba blanda. La delgada película de aceite se consumió al instante. Rápidamente retiró el odontólogo el sello para que el caliente metal no lo destruyera. El lingote llevaba ahora el sello como si éste hubiese sido grabado en el metal.
—¿Cabe en lo posible que sea descubierto el engaño? -preguntó Thomas Lieven.
—Prácticamente, no. El cuerpo interior de plomo está recubierto ahora por los tres lados por una capa de tres milímetros de oro. El comprador hace el análisis con ácido clorhídrico. ¡Y ya puede hacer las pruebas que quiera, siempre comprobará que es oro de veintidós quilates! Bien, ¿cómo están esos patos?
En silencio comieron los tres hombres unas horas más tarde. Primero el pato a la parrilla y luego el pato al estilo chino. En el laboratorio se iban enfriando, mientras tanto, los tres primeros lingotes de oro. Reinaba un profundo silencio en el pequeño comedor del doctor René Boule.
5 de diciembre de 1940
El pato de Thomas Lieven fundamenta una legendaria amistad
Pato a la china con ananás
Se prepara un pato no demasiado graso, como de costumbre, y se deshuesa a continuación. Con los huesos triturados y los menudillos del pato se prepara un caldo corto, pero fuerte. Se corta en pedazos el pato, se cuece en una cacerola, hasta que adquiere un tono dorado y se reboza luego con harina, que se cuece también, hasta quedar amarillo. Se vierte luego encima el caldo, se añaden algunos tomates frescos descabezados, algunas setas picadas y cuatro gramos de glutamato, y se deja cocer todo durante media hora sobre una llama pequeña. Se cortan algunas rodajas de ananás en ocho partes, se añaden a la carne y se deja cocer todo el conjunto todavía un cuarto de hora. Se sirve con arroz hervido, de granos bien sueltos.
Pato a la parrilla
Se prepara un pato no demasiado graso, como de costumbre, y se unta con sal por fuera y por dentro. Si se desea puede frotarse también interiormente con ajo, e introducir algunas hierbas en su interior. Se coloca el pato, con el pecho hacia abajo, sobre la parrilla en el horno, y se coloca algo de agua en la plata inferior de la parrilla. Se gratina con fuego moderado, cubriendo el pato a menudo con la manteca fundida, recogida en la plata. Según el tamaño del pato, se calcula como duración para el asado de una, a lo sumo, una hora y media. En los últimos veinte minutos se vuelve el pato con el pecho hacia arriba. Se echa agua fría sobre la piel bien dorada del pato ya asado, se calienta con buen fuego todavía durante cinco minutos, con lo que la piel se hace aún más tostada y apetitosa. Se sirve con castañas hervidas... Se toma la cantidad de castañas suficiente, como en otras ocasiones, patatas fritas, se les quita la piel exterior y la interior, se hierven con agua salada, hasta quedar bien blandas, pero teniendo buen cuidado de que no se deshagan. Se untan con mantequilla y se sirven a la mesa.
Plato celestial
Se toma pan muy oscuro, toscamente rallado, se cubre con él el fondo de una gran fuente de vidrio y se humedece con algo de coñac o licor de cerezas. Se coloca a continuación encima una capa de cerezas ácidas en conserva, bien escurridas, y encima una capa de nata. Después, de nuevo pan, y así sucesivamente, hasta, finalmente, una capa de nata. Se salpica con chocolate rallado y se adorna con cerezas. Se deja enfriar el plato y se deja impregnar bien todo el conjunto.
Finalmente, Bastián se pasó la servilleta por los labios y con los ojos entornados le preguntó al odontólogo: -Bien, René, ¿cuál de los dos ha estado mejor? El doctor Boule miró perplejo a uno y otro de los cocineros. Bastián abría y cerraba convulsivamente sus grandes manos.
—No se puede decir en solamente tres palabras, mi querido Bastián... -tartamudeó el hombrecillo-. Por un lado, tu pato... Por el otro lado...
—¡Ja, ja, ja! -rióse Bastián-. ¿Tienes miedo de que te dé un buen azote, eh? Yo haré de juez... ¡Al estilo chino es mucho mejor! -Sonrió y dio unos golpes tan fuertes en el hombro a Thomas que éste se atragantó-. Creo que soy mayor. Por este motivo y en honor a tu pato, permito que me tutees. Me llamo Bastián. -Llámame Pierre.
—He sido un estúpido al preparar durante toda mi vida los patos a la parrilla. Pierre, muchacho, lástima no haberte conocido antes. ¿Conoces alguna más de estas recetas? -Unas pocas más, sí-respondió Thomas, modesto. Bastián estaba radiante. De pronto, miraba a Thomas lleno de simpatía y respeto.
—Pierre, ¿quieres que te diga una cosa? Creo que esto es el comienzo de una gran y sincera amistad.
Bastián decía la verdad. En el año 1957, en una villa en la Cecilien Allee, de Dusseldorf, esta amistad había de perdurar como aquel primer día. Y durante los diecisiete años que han transcurrido desde entonces, muchos poderosos de este mundo habían de temblar ante esta amistad.
—Tampoco tu pato estaba mal, Bastián -dijo Thomas-. Lo digo con la mano en el corazón. Probad un poco más de este manjar divino. Yo ya no puedo; si pruebo un solo bocado más, me muero... A propósito de morir...
Colonia, 4 de diciembre de 1940
DE: ABWEHR COLONIA
A: JEFE ABWEHR BERLÍN
SECRETO 135892/VC/LU
De regreso de Lisboa me permito comunicar al señor almirante la muerte del doble agente y traidor, Thomas Lieven, alias Jean Leblanc.
El mencionado Lieven fue muerto el 17 de noviembre de 1940 a las 7.35 horas (hora local) en el patio de una casa de la rue do Poco des Negros, número 16.
Cuando halló la muerte, Lieven llevaba las ropas y el disfraz de un tal Lázaro Alcoba, con el cual había compartido una celda en la cárcel.
Aun cuando las autoridades portuguesas, muy comprensiblemente, han silenciado el hecho, hemos logrado comprobar, sin lugar a dudas, que Lieven halló la muerte te a manos de un pistolero profesional siguiendo instrucciones del servicio secreto británico. Como sabe usted, mi almirante, Lieven vendió a los ingleses una relación falsificada de los agentes franceses.
Lamento no haber podido traer a Lieven a la patria como se me había ordenado. Por otro lado, sin embarga su muerte representa una preocupación menos en muchos quehaceres de nuestro servicio.
Heil Hitler!
Fritz Loos
Comandante y jefe de comando