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Dominado por la ira luchaba Thomas Lieven, apretando las mandíbulas y con los hombros inclinados hacia delante, contra el helado viento del norte cuando a primeras horas de la noche del 7 de diciembre de 1940, avanzaba por la rue de Paradis de Marsella.
¡La maldita sinvergüenza era Chantal!
¡El bandido era Bastián!
El viento soplaba cada vez más y más fuerte. Silbaba y gemía y tronaba por las calles..., el tiempo más indicado para el estado de ánimo tan sombrío que vibraba en el interior de Thomas Lieven.
Cerca de la vieja Bolsa en la rue de Paradis se levantaba una sucia casa de varias plantas. En esta casa había, en la primera planta, un restaurante que respondía al nombre de Chez Papa.
Chez Papa pertenecía a un caballero cuyo apellido nadie conocía y a quien toda la ciudad llamaba Olive. Olive era un hombre rosado y graso como los cerdos que mandaba sacrificar en un matadero clandestino.
A aquella hora, los clientes de Olive se sentaban a tomar el aperitivo mientras discutían sus negocios en espera de qué les sirvieran la cena con productos procedentes, todos ellos, del mercado negro.
Con un cigarrillo entre los labios se apoyaba Olive contra la pared detrás de la mojada barra cuando entró Thomas. Sus ojillos sonrieron bondadosos cuando preguntó:
—Bon soir, monsieur. ¿Qué desea tomar? ¿Un pequeño pastis?
Thomas Lieven había oído contar que Olive fabricaba él mismo sus licores tomando como producto base el alcohol procedente del Instituto Anatómico. Al parecer, el alcohol que robaban en el Instituto Anatómico había servido previamente para la conservación de ciertas partes de los cadáveres. Y se decía, también, que el pastis de Olive había provocado ataques de locura en algunos de sus clientes.
—Un doble de coñac, ¡pero del bueno! -pidió Thomas.
Se lo sirvieron.
—Oiga, Olive, he de hablar con Bastián.
—¿Bastián? No le conozco.
—Le conoce. Tiene su cuarto detrás de su local. Sé que se llega hasta allí pasando por ese local y sé, también, que usted tiene orden de anunciarle a todos sus visitantes.
Olive hinchó las mejillas y, de pronto, sus ojillos relucieron maliciosos y traidores.
—Eres un mierda de la poli, ¿eh? Largo de aquí, muchacho; tengo a una docena de compañeros aquí que te dejarán la cara como nueva; basta con que silbe.
—No soy de la poli -dijo Thomas, y tomó un sorbo.
Luego sacó del bolsillo su amado reloj de repetición. Lo había salvado de todas sus pasadas aventuras, incluso de manos de la cónsul de Costa Rica. Hizo sonar el reloj.
Olive le miró curioso. Y luego preguntó:
—¿Cómo sabes tú que vive aquí?
—Porque él mismo me lo ha contado. Vamos, ve y dile que su amigo Pierre quiere hablar con él. Y si no recibe al instante a su querido amigo Pierre, dentro de cinco minutos va a suceder algo grave aquí...